Lc 19,12-19 (Lectura correspondiente a la memoria de San Luis de Francia)
En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola: -Un hombre noble marchó a una tierra lejana a recibir la investidura real y volverse. Llamó a diez siervos suyos, les dio diez minas y les dijo: ‘Negociad hasta mi vuelta’. Sus ciudadanos le odiaban y enviaron una embajada tras él para decir: ‘No queremos que éste reine sobre nosotros’. Al volver, recibida ya la investidura real, mandó llamar ante sí a aquellos siervos a quienes había dado el dinero, para saber cuánto habían negociado.
Vino el primero y dijo: ‘Señor, tu mina ha producido diez’. Y le dijo: ‘Muy bien, siervo bueno, porque has sido fiel en lo poco, ten potestad sobre diez ciudades’. Vino el segundo y dijo: ‘Señor, tu mina ha producido cinco’. Le dijo a éste: ‘Tú ten también el mando de cinco ciudades’.
Hace pocos días hablamos sobre Santa Elena, una extraordinaria emperatriz, que nos dejó como invaluable legado la verdadera Cruz de Cristo que halló en el Calvario y el servicio que prestó a la Iglesia, de modo que ésta pudo expandirse pacíficamente en todo el Imperio Romano. Hoy, siguiendo el calendario litúrgico, nos encontramos con un rey ejemplar, que también actuó movido por su fe cristiana. Precisamente en la actualidad, cuando los gobernantes de este mundo suelen mostrar rechazo o incluso hostilidad hacia nuestra santa fe, es reconfortante saber que aun personas con un gran poder político pueden pensar y actuar de forma muy distinta a lo que hoy acostumbramos ver.
San Luis nació en 1214 y fue coronado rey de Francia apenas once años después, con el nombre de Luis IX. Durante los primeros once años de su gobierno, estuvo bajo la tutela de su madre, de quien heredó y aprendió la piedad. Se casó con Margarita de Provenza, que le dio once hijos. Gracias a su actitud conciliadora en las disputas entre el Papa y el Emperador durante el I Concilio de Lyon, ganó gran prestigio en toda Europa.
En 1239 adquirió las valiosas reliquias de la Corona de Espinas de Jesús, la más preciosa de todas las reliquias. Así, Luis se consideró como sucesor del rey Salomón, y París se convirtió en una nueva Jerusalén, que había de conservar esta santa reliquia hasta el Fin de los Tiempos. Ese mismo año San Luis partió a su primera Cruzada. En Jerusalén pudo reorganizar la administración y edificar fortalezas. En 1267, en la cumbre de su prestigio y de su poder en Francia, decidió emprender su segunda Cruzada, que lo llevó al norte de África, donde esperaba la conversión del sultán musulmán de Túnez. Sin embargo, la peste arrasó con su ejército y arrebató también la vida del rey mismo, que se había empeñado en cuidar a los apestados y moribundos.
San Luis había sido terciario de los trinitarios. De acuerdo a la tradición, su vida privada habría sido más parecida a la de un religioso que a la de un rey. Se lo describe como un hombre humilde y paciente, como un padre benigno, lleno de afecto y compasión hacia los pobres y enfermos. La leyenda cuenta que repartía una y otra vez la comida de su propio plato. Así, san Luis, habiendo sido un verdadero defensor de la fe y un gobernante justo, se convirtió en el ideal de un rey cristiano.
En dos cartas dirigidas a sus hijos puede constatarse su gran empeño en transmitir sus convicciones cristianas como gobernante. A continuación, escucharemos un breve resumen de las mismas. A su hijo Felipe III le escribió:
Querido hijo,
En primer lugar, quiero enseñaros a amar al Señor, vuestro Dios, con todo vuestro corazón y con todas vuestras fuerzas, porque sin esta condición no hay salvación.
Hijo mío, debéis guardaros de todo aquello que sabéis que no es grato a Dios; es decir, de todo pecado grave. Habéis de preferir someteros a cualquier tipo de martirio antes que cometer un pecado mortal. Si Dios permite que os sobrevenga adversidad, debéis soportarla de buen grado, considerando que ha de ser para vuestro bien y que posiblemente la hayáis merecido.
En cambio, si Dios os concede prosperidad, debéis agradecerle humildemente. Cuidaos de no dejaros llevar por la vanagloria, porque no podéis luchar contra Dios u ofenderlo con los dones que Él mismo os ha dado.
Asistid de buena gana y con devoción al servicio litúrgico de la Iglesia. Cuando estéis en la casa de Dios, guardaos de dejar divagar la mirada y de llevar conversaciones vacías. Antes bien, rezad a Dios con las palabras de vuestros labios o en la meditación del corazón.
Que vuestro corazón sea bondadoso con los pobres, miserables y afligidos. Si es posible, acudid a su encuentro y consoladlos. Agradeced a Dios por todos los dones que os ha concedido, para que seáis digno de recibir otros aún mayores. Sed justo con vuestros súbditos y no os sustraigáis ni hacia la derecha ni hacia la izquierda. Preferid poneros del lado de los pobres que de los ricos, hasta que estéis seguro de haber hallado la verdad.
A su hija Isabel, Reina de Navarra, le dirigió las siguientes líneas:
Querida hija,
Os enseño a amar a nuestro Señor con todo vuestro corazón y con todas vuestras fuerzas, pues sin esto nada puede tener verdadero valor para nosotros.
Si lo amáis, vos misma saldréis ganando. Una criatura que deposita el amor de su corazón en otra cosa más que en Él, ha tomado un rumbo equivocado. Querida hija, la medida con que habéis de amarlo es: AMARLO SIN MEDIDA. Bien merece que le amemos, pues Él nos amó primero. Quisiera que tengáis en consideración las obras que el bendito Hijo de Dios hizo por nuestra salvación.
Querida hija, empeñaos en agradarle y evitar todo aquello que sabéis que no le es grato. En particular, debéis estar dispuesta a no cometer ningún pecado mortal, en ningún caso, pase lo que pase; y preferir que os arranquen todos vuestros miembros y os quiten la vida antes que cometer uno solo.
Querida hija, habituaos a acudir frecuentemente a la confesión y buscad siempre un buen confesor, que lleve una vida de santidad y sea formado, para que pueda instruiros sobre lo que debéis evitar y hacer.
Escuchad de buena gana lo que se diga sobre nuestro Señor en los sermones y en las conversaciones privadas. Evitad conversaciones privadas si no es con personas que se destaquen por su bondad y santidad.
Tened un corazón compasivo hacia todas las personas de las que escuchéis que se encuentran en aflicción, sea interior o corporal; y ayudadles, ya sea con palabras o limosnas, en la medida en que podáis.
¡Que Nuestro Señor os haga buena en todo, tal como yo lo deseo y aun más de lo que podría desear! Amén.