Mi 6,1-4.6-8
Escuchad lo que dice el Señor: “¡Levántate, convoca a juicio a los montes y que las colinas escuchen tu voz! ¡Escuchad, montes, el pleito del Señor, atended, fundamentos de la tierra! Porque el Señor tiene un pleito con su pueblo, entabla un proceso contra Israel; ¿Qué te hice, pueblo mío, o en qué te molesté? Respóndeme. ¿Será porque te hice subir de Egipto, porque te rescaté de un lugar de esclavitud y envié delante de ti a Moisés, Aarón y Miriam?”
¿Con qué me presentaré al Señor y me postraré ante el Dios de las alturas? ¿Me presentaré a él con holocaustos, con terneros de un año? ¿Aceptará el Señor miles de carneros, millares de torrentes de aceite? ¿Ofreceré a mi primogénito por mi rebeldía, al fruto de mis entrañas por mi propio pecado? Se te ha indicado, hombre, qué es lo bueno y qué exige de ti el Señor: nada más que practicar la justicia, amar la fidelidad y caminar humildemente con tu Dios.
El proyecto del Señor para nosotros es claro e inequívoco. El seguimiento de Cristo implica aspirar las virtudes… Estamos llamados a orientar nuestros esfuerzos a hacer el bien, a practicar la justicia, a amar la bondad y la fidelidad y a recorrer humilde y reverentemente el camino de Dios… Esto es lo que nos dice la lectura de hoy, en la cual el Señor entabla un “proceso” contra su Pueblo.
En los textos de la Antigua Alianza, vemos una y otra vez este pleito. Se trata siempre del mismo asunto: es un Dios fiel y amoroso que se ve confrontado al infiel Pueblo de Israel.
En la Celebración de la Pasión del Viernes Santo resuenan estas palabras que también hoy escuchamos en la lectura:“¿Qué te hice, pueblo mío, o en qué te molesté? ¡Respóndeme!”
El Señor le muestra a su Pueblo todo lo que ha hecho por él, y con palabras conmovedoras le pregunta en qué le ha molestado. El Pueblo debía reconocer los caminos equivocados que había emprendido y cuánto había ofendido el amor de Dios.
Quizá las personas no tienen lo suficientemente en claro que, al atentar contra los mandamientos divinos y al abandonar sus caminos, se está hiriendo el amor de Dios. No se trata simplemente de que se está incumpliendo una obligación que le ha sido impuesta al hombre para asegurar su vida, para que no se pierda y pueda presentarse un día con consciencia limpia ante Dios.
Dios no es simplemente el Juez Supremo al cual tendremos que rendir cuentas de nuestra vida, aunque ciertamente también lo es. Pero, más allá de eso, Dios es un Padre bondadoso, que ama entrañablemente a sus criaturas, a las cuales ha elevado a ser hijos suyos. Si nosotros, los hombres, tenemos un corazón que puede sentir profundamente las heridas del amor; si a menudo reaccionamos con mucha sensibilidad ante el más mínimo desprecio del amor, ¿cuánto más lo sentirá Aquél que nos creó y nos llamó a la vida?
Puesto que hemos sido creados a imagen de Dios, podemos, al observarnos a nosotros mismos, sacar conclusiones sobre la forma de ser de Dios. El amor de nuestro Padre se ve ofendido cuando nos alejamos ingratamente de Él y no reconocemos lo que hace por nosotros.
Es importante que conozcamos esta dimensión personal en la relación con Dios, para que nuestro corazón pueda liberarse de toda dureza. Dios mismo exclama: “¿Qué te he hecho? ¿En qué te he ofendido?” ¡Qué cuestionamiento para su Pueblo! ¡Qué cuestionamiento para nosotros, los hombres!
Una vez que el hombre reconozca que ha sido injusto con Dios, sabrá también que no puede repararlo con holocaustos, con sacrificios de animales, como constata el profeta en la lectura de hoy. Por encima de todo, debe volver al camino recto.
Esto cuenta también para nosotros hoy. Si nos arrepentimos sinceramente por haber ofendido el amor de Dios, lo primero que debemos hacer es retornar decididamente al camino recto. Entonces, la contrición por haber ofendido a Dios puede convertirse en un fuego interior, que nos impulsará a esforzarnos aún más por corresponder al amor de Dios. Esto no excluye que le ofrezcamos algún sacrificio. Pero lo decisivo y más importante es volver al camino recto del seguimiento de Jesús, mostrándole así al Señor que reconocemos su amor.
Gracias al infinito acto de amor de nuestro Señor en la Cruz para redimirnos, recibimos el perdón de las culpas. La respuesta a esta gracia no puede ser otra que la de continuar con gratitud en el camino de Dios, o emprenderlo en caso de que aún no andemos en sus sendas. ¡Es esto lo que nuestro Padre quiere!