Mt 9,32-38
En aquel tiempo, presentaron e Jesús un mudo endemoniado. Y, tras expulsar al demonio, rompió a hablar el mudo. La gente, admirada, decía: “Jamás se vio cosa igual en Israel.” Pero los fariseos comentaban: “Por el Príncipe de los demonios expulsa a los demonios.” Jesús recorría todos los pueblos y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y dolencia.
Al ver tanta gente, sintió compasión de ellos, porque estaban vejados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: “La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies.”
En el evangelio de hoy, los fariseos le hacen una acusación grave y absurda al Señor: “Por el Príncipe de los demonios expulsa a los demonios.” Aquí nos encontramos con el gran peligro de cometer el pecado contra el Espíritu Santo.
El pecado contra el Espíritu Santo consiste en actuar con plena consciencia en contra de aquello que se reconoce como revelado por Dios, y, en consecuencia, cerrarse deliberadamente a la verdad. En el caso del Diablo, podemos suponer con justa razón que en él habita este abismo de malicia; mientras que en el caso de las personas no podemos decirlo con certeza, puesto que somos incapaces de conocer hasta el fondo la situación de su alma y de su espíritu. ¡Sólo Dios la conoce!
Sin embargo, las acusaciones de los fariseos a Jesús son sumamente peligrosas, porque las palabras que han escuchado de su boca y las obras que le han visto hacer deberían ser suficientes para creer. Por eso Jesús se lamenta de la obstinación de sus corazones (cf. Mc 3,5). Y es que la obstinación es una forma de cerrazón del corazón y de la voluntad. Ver la mano del Diablo en la liberación de un poseso es señal de un alto grado de ceguera, que va de la mano con la perversidad del corazón. En esta malsana combinación, puede surgir incluso el pecado contra el Espíritu Santo.
Jesús ve a tantas personas que están como ovejas sin pastor, y parecería que su mirada cae también sobre nuestros tiempos. Estamos tan carentes de pastores, que anuncien la fe con valentía y sabiduría a los que aún no creen, y conduzcan a las praderas seguras y fecundas a aquellos que ya creen. En lugar de ello, lamentablemente nos encontramos con mucha confusión, y cada vez se torna más urgente la pregunta de por qué la Iglesia ya no habla con la misma claridad y contundencia que solía caracterizarla.
Por eso, hoy más que nunca debemos seguir el consejo de Jesús y pedir obreros para la mies. Los necesitamos urgentemente: obispos valientes, sacerdotes fieles a la doctrina, religiosos entregados, especialmente aquellos que sostienen en la contemplación a los que trabajan activamente en la viña… También necesitamos fieles laicos que, viviendo en el mundo, se dejen mostrar por el Espíritu Santo los caminos para llegar a tantas personas. En este servicio de la evangelización nunca estamos solos; sino que es el Espíritu Santo quien nos empuja. Por eso también pedimos que el Espíritu de Dios fortalezca a aquellos que ya están trabajando en la mies, para que no se cansen y sus fuerzas se vean siempre renovadas para cumplir con su misión: enseñar, anunciar, sanar enfermedades y dolencias.
En este punto, es importante respetar la jerarquía de los valores. En primer lugar está la salvación del alma, y luego viene la salud del cuerpo. Por eso es fundamental que vivamos nuestra vida espiritual tan auténticamente como nos sea posible, porque ¿cómo podremos anunciar al Señor si no estamos llenos de Él? ¿Cómo podrá nuestra vida misma convertirse en un anuncio silencioso, si estamos lejos de cumplir aquello que la fe nos enseña y nos encomienda?
Jamás habremos insistido lo suficiente en esto: ¡Asumamos aún más la responsabilidad de nuestro seguimiento del Señor, y así también será más eficaz nuestra súplica pidiendo obreros para la mies y Dios la escuchará! ¡Amado Señor, concede trabajadores a tu Iglesia!