Mc 12,13-17
En aquel tiempo, enviaron a Jesús unos fariseos y partidarios de Herodes, para cazarle en alguna palabra. Al llegar, le dijeron: “Maestro, sabemos que eres veraz y que no te importa de nadie, porque no miras la condición de las personas, sino que enseñas con franqueza el camino de Dios: ¿Es lícito pagar tributo al César o no? ¿Pagamos o dejamos de pagar?” Mas él, dándose cuenta de su hipocresía, les dijo: “¿Por qué me tentáis? Traedme un denario, que lo vea.” Cuando se lo trajeron, les preguntó: “¿De quién son esta imagen y la inscripción?” Ellos respondieron: “Del César.” Jesús les dijo entonces: “Lo del César, devolvédselo al César; y lo de Dios, a Dios.” Y se maravillaban de él.
Cuando uno ha cerrado su corazón frente a alguien, es muy difícil superar los prejuicios y no hacer caso a las sugerencias que proceden de ese corazón, que todo lo ve con desconfianza. Puesto que del interior del hombre puede salir mucha maldad (cf. Mc 7,21-23), la purificación del corazón es una tarea importantísima. Pero lamentablemente la maldad del corazón suele estar cubierta por el orgullo, por lo cual es muy difícil que se dé un cambio de pensar. Por eso, aunque se demuestre que las acusaciones contra la otra persona no correspondan a la realidad, las pruebas parecen no ser suficientes para ser justos con ella ni mucho menos para empezar a verla con amor.
Este era el endurecimiento de corazón de aquellos que, por un lado, querían detener a Jesús, pero, por otro lado, tenían miedo a la gente (cf. Mt 21,46). El resultado que surge de ello es la hipocresía de hacerle preguntas para tenderle una trampa. ¡Si tan sólo se hubieran tomado en serio las palabras con que ellos mismos se dirigieron a Jesús! “Maestro, sabemos que eres veraz y que no te importa de nadie, porque no miras la condición de las personas, sino que enseñas con franqueza el camino de Dios”.
Estas palabras habrían sido una invitación a examinarse a sí mismos a la luz de esa declaración. Pero el hecho de que decían una cosa y pretendían otra distinta, indica que tenían un corazón corrupto, y que la malicia y la falsedad ya se habían convertido en hábito.
Jesús, quien conoce los corazones de los hombres, se dio cuenta de su hipocresía y de su intención. Sabiendo que la pregunta procedía de un corazón desleal, no estaba obligado a responderles. Sin embargo, Jesús les dio una respuesta que hasta el día de hoy resuelve una cuestión difícil: ¿Qué es lo que un creyente debe al Estado y qué es lo que debe a Dios?
Mientras que a Dios le debemos todo, al ‘césar’ le debemos solamente aquello que él justamente puede exigir de nosotros. En este caso son los impuestos, pues los hijos de Dios son también ciudadanos de un reino terrenal, cuyas reglas deben acatar, siempre y cuando no exijan cosas que atenten contra las leyes de Dios. Vemos, pues, que Jesús no cayó en la trampa que le tendieron, mostrándose o bien como enemigo del César o como enemigo de Dios.
Pero la reacción de Jesús nos da otra enseñanza más, que es la de saber evadir con astucia tales trampas, de manera que al final queden desenmascarados los que las tendieron. Aunque en esta situación no es probable que ellos se conviertan, se instruye a aquellos que observan la escena. Invocando al Espíritu Santo, también a nosotros podrá darnos una luz y la respuesta indicada si llegamos a encontrarnos en una situación semejante.
Pero también podemos sacar provecho para nuestra vida espiritual al fijarnos en la hipocresía como un fruto malo que surge del corazón. Esta reflexión nos recuerda la necesidad de examinar nuestras motivaciones. En efecto, no debemos ser personas con ‘dos corazones’, por así decir; sino con un corazón sincero. Por eso es bueno evaluar si acaso en nosotros mismos o en nuestras intenciones existen ‘coexistencias’. Con este término, nos referimos al hecho de que, con la buena intención que mostramos hacia afuera, tal vez se conecta una segunda intención, orientada más bien a la satisfacción de nuestros propios intereses. Si no cobramos consciencia de estas ‘coexistencias’ y no luchamos contra ellas, entonces nuestra forma de ser puede quedar opacada por algo que es ajeno a nosotros.
Para la purificación del corazón es importante conocerse a sí mismo, y luchar incluso contra las más sutiles inclinaciones que no correspondan a la luz del Evangelio. Cuanto más vigilantes seamos en ello, tanto más fácil será para el Espíritu Santo purificar nuestro corazón, de modo que las malas inclinaciones no puedan seguir desarrollándose libremente, envenenándonos a nosotros mismos y a otras personas.
Con respecto al tema del conocimiento de sí mismo, se puede ver esta conferencia: