Hoy tendremos dos meditaciones, relacionadas entre sí. La primera corresponde al evangelio del día; y la segunda, a un pasaje del “Mensaje de Dios Padre” a Sor Eugenia, como solemos hacerlo el día 7 de cada mes.
Entonces, escuchemos primero el evangelio de hoy:
Jn 15,12-17
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. Esto os mando: que os améis los unos a los otros.”
Como habíamos meditado ayer, Jesús nos llama a permanecer en su amor al guardar sus mandamientos. Así se nos abre el acceso al Corazón del Padre y la verdadera alegría entra en nosotros. De esta forma nace la amistad entre Dios y nosotros. Se trata de una amistad incomparablemente profunda, porque es la amistad con Dios mismo, a la cual Él nos invita. El fundamento de esta amistad es el amor: el inefable amor de Dios a nosotros, que lo precede todo (cf. 1Jn 4,10), y nuestro amor inicial y creciente como respuesta al suyo.
En el pasaje evangélico de hoy, el Señor nos muestra la grandeza de este amor y nos dice qué es lo que espera de nosotros: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos.”
Entonces, hemos de llegar a ser capaces de amarnos los unos a los otros con el mismo amor con que el Señor nos amó. Esto se hace posible cuando crecemos en el amor y damos así cabida al Espíritu Santo en nosotros. ¡Sólo Él puede hacer a un lado en nuestro interior todo aquello que obstaculiza el despliegue del amor! Así como todos los mandamientos de Dios, también este “nuevo mandamiento” del Señor es posible de cumplir, con su gracia y nuestra cooperación. El amor al hermano, que ha ser como el amor que Jesús le tiene (¡y Él dio la vida por sus amigos!), no es solamente un afecto natural; sino un amor sobrenatural, que el Señor hace crecer en nosotros cuando estamos dispuestos a ello.
“Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando.”
En el texto evangélico de ayer, la condición para permanecer en el amor de Jesús era la observación de los Mandamientos de Dios. Ahora, también se nos da una condición para la amistad con Jesús y para que ésta se desarrolle: es el cumplimiento de Su Voluntad.
Se trata de una afirmación muy importante. Nos muestra claramente que las amistades humanas o una fraternidad general no tienen en sí mismas la dimensión de la amistad con Jesús. Les falta precisamente aquello que el Señor menciona aquí: “Sois mis amigos si hacéis lo que os mando”. Conviene que nosotros, como cristianos, sepamos hacer esta distinción, para no caer en la euforia de una fraternidad y amistad entre todos los hombres, pasando por alto cuáles son las condiciones para una verdadera amistad en Dios.
La amistad con Jesús se desarrolla al cumplir juntos la Voluntad del Padre. ¡Ése es su alimento (cf. Jn 4,34)! Así como el Padre envió a Jesús, Él envía a sus discípulos (cf. Jn 20,21): se trata de cumplir el encargo del Padre. A aquellos que han entrado en esta amistad, el Señor les da a conocer todo lo que ha oído del Padre. Ellos, que son sus amigos, tienen la misión de señalar a los hombres el camino hacia una verdadera fraternidad humana, que no brota de la naturaleza misma ni puede ser lograda por los esfuerzos humanos; sino a través de la comunión con Dios, guardando sus mandamientos y cumpliendo lo que Él nos encarga.
Ahora, escucharemos algunas palabras del “Mensaje del Padre”:
“Lo que sí exijo [de vosotros] es la fiel observancia de Mis mandamientos, que entregué a Mi Iglesia, para que seáis criaturas racionales y no os asemejéis a los animales por vuestra indisciplina y vuestras malas inclinaciones; y para que, finalmente, podáis conservar ese tesoro que es vuestra alma, que os concedí revestida de la belleza divina a plenitud.
“En cuanto a vosotros, almas que estáis en estado de pecado o que ignoráis la verdad religiosa: Yo no podré entrar en vosotros, pero seguiré cerca de vosotros, porque jamás dejo de llamaros, de invitaros a desear recibir los bienes que os traigo, de modo que veáis la luz y seáis sanados del pecado.”
Podemos reconocer fácilmente la relación entre estas palabras del Padre y el texto del evangelio de San Juan, tanto el de ayer como el de hoy. La belleza originaria de nuestra alma, con la cual Dios nos ha revestido por su infinita bondad, sólo puede ser preservada y desplegarse cuando el hombre guarda fielmente los Mandamientos de Dios. Sólo entonces el alma es capaz de recibir el amor de Dios, que es su alimento.
A través de la gracia de Dios, podemos recuperar la “belleza del primer día” –es decir, la belleza originaria con que Él nos creó a su imagen (cf. Gen 1,26)–, y permitir que el amor de Dios sane todo aquello que fue herido. Así, el alma se fortalece, porque ahora permanece en el amor. Día a día se vuelve más hermosa y luminosa. Quien se haya encontrado con tales personas, sabe de lo que hablo. Son aquellas almas que irradian la presencia sobrenatural de Dios y la alegría que se mencionaba en el evangelio de ayer.
En la segunda parte de lo que acabamos de escuchar del “Mensaje del Padre”, se señalan dos aspectos que impiden que Dios more en el alma; es decir, que viva en esa amistad especial con ella. Por un lado, es el pecado. Este aspecto lo tenemos en claro. Pero también el segundo punto –la ignorancia sobre la verdad de la fe, el error en materia religiosa– impide que Dios entre en el alma. El error en materia religiosa también hace referencia a las otras religiones, como se menciona explícitamente en otras partes del “Mensaje del Padre”.
Es importante cobrar consciencia de ello, porque en la Iglesia Católica aumenta cada vez más la tendencia a considerar a las otras religiones como válidos caminos de salvación. Sin embargo, no lo son, aun si contienen elementos de la verdad, por los cuales uno puede alegrarse. Pero, como religión, no son un camino que conduce a Dios, sino que sus miembros están necesitados de un encuentro con el Redentor. Puesto que esto no se ha dado aún, el Padre no puede penetrar en ellos, aunque permanezca constantemente llamándolos y acompañándolos, para que reconozcan la verdadera luz.