En el calendario tradicional, se celebra a San Hermenegildo, Mártir. Para su memoria, se ha escogido la siguiente lectura:
Sab 5,1-5
Entonces los justos se presentarán con gran valor contra aquellos que los angustiaron y robaron el fruto de sus fatigas. A cuyo aspecto se apoderará de éstos la turbación y un temor horrendo; y se asombrarán de la repentina salvación de los justos, que ellos no esperaban ni creían; y arrepentidos, y arrojando gemidos de su angustiado corazón, dirán dentro de sí: Estos son los que en otro tiempo fueron el blanco de nuestros escarnios, y a quienes proponíamos como un ejemplar de oprobio. ¡Insensatos de nosotros! Su tenor de vida nos parecía una necedad, y su muerte una ignominia. Mirad cómo son contados en el número de los hijos de Dios, y cómo su suerte es estar con los santos.
¡Qué insensatos e ignorantes son aquellos que desprecian y ridiculizan a los fieles! No han entendido el misterio más profundo de la vida y se burlan de cosas cuya magnitud ni siquiera entienden. Es tal como dice San Pablo:
“El hombre no espiritual no percibe las cosas del Espíritu de Dios, pues son necedad para él y no puede conocerlas, porque sólo se pueden enjuiciar según el Espíritu. Por el contrario, el hombre espiritual juzga de todo, y a él nadie es capaz de juzgarle” (1Cor 2,14-15).
Si estamos conscientes de ello, podremos lidiar mejor con estas personas, pues nos damos cuenta de que tienen un gran problema que les impide acceder a la dimensión más profunda de la vida. A nivel objetivo, son personas necesitadas, aunque ellas mismas no sean capaces de reconocerlo y rechacen una constatación tal. Si en su actitud incluso se percibe burla y un malsano sarcasmo, es signo de que su orgulloso corazón se ha abierto a la influencia de los demonios y éstos lo oscurecen cada vez más. En tal caso, sólo nos queda esperar y orar para que reconozcan su error y no se cierren a los necesarios pasos hacia la humildad.
Ciertamente nos dolerá que se nos ridiculice a nosotros mismos o a nuestra santa fe, porque hiere nuestra dignidad y ofende a Dios. Sin embargo, debemos contar con que, en un mundo cada vez más marcado por un ambiente anticristiano, la fe sea atacada tanto en el ámbito público como en el privado.
Una de las cosas más venenosas y malignas es la ridiculización. Por supuesto que no es fácil lidiar con ella; pero si la afrontamos correctamente, producirá en nosotros frutos espirituales. Nos ayudará a adquirir una mayor libertad frente a las personas y a no volvernos dependientes de lo que ellas piensen. La intensidad de nuestros sentimientos heridos no debe determinarnos hasta el punto de intimidarnos y hacer que ya no nos atrevamos a profesar nuestra fe.
Si, como sugerí al inicio, llevamos a cabo una “objetivación” –cobrando consciencia de que el problema no radica en nosotros, sino en la persona que se burla de otros– entonces ya no nos quedaremos atrapados en nuestra propia consternación, sino que podremos ir más allá de nuestros sentimientos y ver la situación desde otra perspectiva. Esto no disipará aún el veneno de la burla y de la pretendida denigración, pero nos ayudará a emprender más fácilmente el camino de la oración interior para superar ese veneno que quiere apoderarse de nuestra alma y a mitigar su efecto sobre nosotros. A partir de ahí, podremos empezar a orar por aquellas almas que corren un considerable peligro. Cuanto más nos volvamos conscientes de ello, más urgente se nos volverá recurrir a la oración, también por las personas que están en el ámbito público y ejercen influencia sobre otras. ¿Cómo se presentarán un día ante Dios, siendo así que de Él nadie puede burlarse (cf. Gal 6,7)?
Puesto que las Sagradas Escrituras nos fueron dadas también para nuestra instrucción, podemos quedarnos con un punto más de la meditación de hoy:
Nosotros mismos debemos cuidarnos de nunca ridiculizar ni menospreciar a los demás. Aunque sea necesario emitir un juicio objetivo de los actos, discerniéndolos a la luz de la fe y sacando las conclusiones pertinentes, siempre hemos de cuidarnos de no ridiculizar a las personas que yerran, por ejemplo. No debemos tratar con desprecio a nuestros enemigos, y ni siquiera a los espíritus del mal. Si no acatamos este criterio, en cierto sentido estaríamos adoptando la manera de ser y actuar de los poderes de las tinieblas, y el resultado sería una contaminación interior. Esto no es propio de los hijos de Dios, que, en la escuela del Señor, aprenden a amar incluso a sus enemigos, asemejándose así cada vez más a Él.