Sab 2,12.17-20
“Tendamos trampas al justo, porque nos fastidia y se opone a nuestra manera de obrar; nos echa en cara las transgresiones a la Ley y nos reprocha las faltas contra la enseñanza recibida. Ya veremos si lleva razón, comprobando cuál es su desenlace: pues si el justo es hijo de Dios, él lo rescatará y lo librará del poder de sus adversarios. Lo someteremos a humillaciones y torturas para conocer su temple y comprobar su entereza. Lo condenaremos a una muerte humillante, pues, según dice, Dios lo protegerá.”
La malicia enceguece; la bondad, en cambio, abre los ojos. Efectivamente, si nos dejamos llevar por las malas inclinaciones de nuestra naturaleza caída, nos volvemos ciegos, incapaces de reconocer los caminos de Dios, pues éstas nos esclavizan y limitan así nuestro horizonte de vida.
Si nos fijamos en la lectura de hoy, notamos cómo las tinieblas no pueden soportar la luz, pues su camino es malo. La maldad no es capaz de tolerar nada bueno; la oscuridad quiere opacar la luz, engulléndola y haciéndola parte de sí misma. La razón de este absoluto rechazo es el hecho de que la luz “saca a la luz” la oscuridad, valga la redundancia.
En las palabras de la lectura de hoy, podemos identificar fácilmente la enemistad que el Señor atrajo sobre sí, por parte de aquellos que no quisieron convertirse. Todo lo que Él hacía y decía era una acusación para ellos y para su forma de actuar. Así, su hostilidad terminó convirtiéndose en odio y en deseo de aniquilación, pues ya no podían soportar al Justo.
¡Cuán distinta es la reacción de aquellos que están al servicio del bien! Ellos saben lidiar de otra forma con la maldad de la otra persona. En lugar de perseguirla o maldecirla, procuran conquistarla para el bien, al menos a través de su oración. El bueno quiere que el malo se convierta en bueno, y está dispuesto a hacer todo lo que está en sus manos para que esta transformación suceda.
En esta actitud, nos encontramos con un aspecto esencial de nuestra fe cristiana: la renuncia a la venganza, la renuncia a devolver mal por mal. Es una actitud que es capaz de soportar injusticia, sin por eso dejar de llamar al mal por su nombre. Si el Espíritu de Dios ha penetrado aún más profundamente en un corazón, incluso puede llegar a ver a aquellos que hacen el mal con otros ojos: empieza a sentir compasión de ellos, porque se han enceguecido ante los verdaderos valores, quedando así totalmente a merced de sus malas inclinaciones. Esta compasión puede incrementar aún más si se tiene en vista la perspectiva de la eternidad y se teme que aquella persona podría condenarse para siempre. Y cuanto más uno viva en la presencia de Dios, tanto más puede imaginarse lo terrible de una eternidad lejos de Él.
Esto es una motivación para interceder por la persona malvada, manteniendo la esperanza de que un día ella acepte el ofrecimiento de gracia que Dios le dirige y no se condene eternamente.
Teniendo en vista el grado de maldad descrito en la lectura de hoy, se requiere valentía para recorrer el camino del bien hasta el final. La fe cristiana siempre ha sido motivo de escándalo y lo sigue siendo hasta el día de hoy. En los países del Occidente, que hace ya mucho tiempo recibieron el anuncio del Evangelio, hay cada vez menos fe. Lamentablemente, la actitud frente al cristianismo se vuelve cada vez más hostil. Primero aparece la indiferencia ante los valores cristianos; después se los rechaza; y finalmente se crea una enemistad hacia ellos. Llegados a ese punto, hay que contar incluso con persecuciones, movidas por el odio. Éste es el resultado de que los perseguidores mismos se han apartado de Dios, como dice más adelante el Libro de la Sabiduría: “No conocen los secretos de Dios, ni esperan recompensa para la virtud, ni valoran el premio de una vida intachable” (Sab 2,22).
Nosotros, como cristianos, debemos afrontar el progresivo alejamiento de Dios en el mundo con una relación tanto más profunda y cercana con Él. Hemos de enfrentarnos a los enemigos con un amor aún más grande, como nos enseñó el Señor. ¡Él mismo destruyó la enemistad! Esta es la medida según la cual hemos de regirnos. Si meditamos la vida de nuestro Señor, vemos que Él mismo puso en práctica todo lo que nos enseñó.
En medio de la oscuridad de este mundo, Dios envía a su propio Hijo como oferta de su gracia. El Señor se enfrenta a la hostilidad y a la malicia de los hombres con el sacrificio de sí mismo y con el perdón. Siempre contamos con la herramienta de la oración, para interceder por aquellos que no quieren escuchar. Dios pone todo de su parte para vencer la enemistad y para arrancarla de raíz, al querer transformar el corazón malvado.
Pero la parte que corresponde al hombre es la decisión de aceptar la gracia para apartarse de su maldad.