Hch 4,13-21
En aquellos días, los jefes del pueblo, los ancianos y los escribas, quedaron sorprendidos al ver la valentía de Pedro y Juan, sabiendo además que eran hombres sin instrucción ni cultura. Por una parte, reconocían que Pedro y Juan habían estado con Jesús; y, al mismo tiempo, veían de pie, junto a ellos, al hombre que había sido curado; así que no podían replicar. Les mandaron salir fuera del Sanedrín y se pusieron a deliberar.
Decían: “¿Qué haremos con estos hombres? Todos los habitantes de Jerusalén han podido ver el signo tan manifiesto que han realizado; no podemos negar eso. Pero vamos a amenazarles para que no hablen ya a nadie más en nombre de ése, a fin de que el asunto no se divulgue más entre la gente.” Los llamaron y les mandaron que de ninguna manera hablasen o enseñasen en el nombre de Jesús. Mas Pedro y Juan les respondieron: “Pensad si Dios considera justo que os obedezcamos a vosotros antes que a Él. Nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído.” Ellos volvieron a amenazarles, pero tuvieron que soltarlos, pues no hallaban manera de castigarlos; además, toda la gente alababa a Dios por lo que había ocurrido.
Ya en varias ocasiones hemos reflexionado sobre la intrepidez de San Pedro. En el pasaje de hoy se menciona también al discípulo amado del Señor: San Juan.
Pedro ya había aprendido su dura lección cuando, por miedo a la muerte o a la prisión, negó tres veces al Señor. Una vez que lo reconoció, cuánto debió dolerle su triple negación, siendo así que verdaderamente amaba a Jesús. Sin embargo, en ese momento Pedro no era aún lo suficientemente fuerte; carecía de la intrepidez que ahora lo caracteriza. Ahora Pedro puede reparar su cobardía, así como reparó la triple negación al responderle tres veces a Jesús que lo amaba, cuando el Resucitado se les apareció a orillas del Lago de Galilea. Fue entonces cuando recibió del Señor el encargo de apacentar su rebaño (cf. Jn 21,15-19).
Ahora vemos a un Pedro intrépido, porque el espíritu de fortaleza actúa en él. Ha dejado atrás el miedo al Sanedrín, porque sabe que, en primera instancia, le debe obediencia a Aquel a quien también el Sanedrín debería haber escuchado y seguido. Pero, puesto que no lo hicieron, Pedro no podía obedecerles, porque la obediencia religiosa tiene un límite que no debe traspasarse.
Sólo Dios posee la plenitud de la autoridad en sí mismo. Toda autoridad humana, incluida la religiosa, es conferida por Dios y sólo será legítima en cuanto no contradiga la autoridad divina. De ahí le viene al Apóstol la libertad para actuar según la Voluntad de Dios. He aquí un mensaje importante también para nosotros.
Pedro, al igual que su Señor y hablando en su mismo Espíritu, incluso fue capaz de cuestionar la forma de proceder del Sanedrín: “Pensad si Dios considera justo que os obedezcamos a vosotros antes que a Él.” Y continúa con toda claridad: “Nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído.”
Volvamos a examinar detenidamente la situación, para sacar las conclusiones pertinentes. Jesús, el Hijo de Dios mismo, les había encomendado a sus Apóstoles la misión de anunciar el evangelio. Su anuncio viene acompañado de signos y milagros, que certifican el origen divino de esta misión. Ahora, una autoridad religiosa, previamente instituida por Dios, quiere impedir que se dé a conocer a las personas el Nombre de Jesús; aquel Nombre que –como veíamos ayer– es el único en quien está la salvación. Eran los mismos que habían llevado a muerte al Redentor, y ahora querían impedir todo lo que en su Nombre sucedía. De este modo, se oponían al plan de salvación.
Las motivaciones de los jefes del pueblo pudieron haber sido diversas. Quizá algunos de ellos efectivamente creían que se trataba de una secta peligrosa que difundía una doctrina perniciosa. Recordemos que el Señor mismo había dicho a sus discípulos que quienes los maten creerán así estar haciéndole un favor a Dios (cf. Jn 16,2). En todo caso, estos jefes, que quieren obstaculizar el anuncio de los Apóstoles, de aquellos hombres sin instrucción, están ciegos. Se han convertido en “ciegos que guían a otros ciegos” (Lc 6,39) y han endurecido sus corazones frente al Señor.
Por tanto, su autoridad ya no tiene un fundamento legítimo; sino que incluso se dirige contra el actuar de Dios mismo.
Esto nos enseña a fijarnos bien en si una autoridad es legítima y también si actúa de forma legítima. Entonces, no se trata sólo de examinar si la autoridad ha sido legítimamente instituida –lo cual ciertamente era el caso de los Sumos Sacerdotes–; sino además de evaluar si ésta actúa en conformidad con Dios y no abusa de su autoridad.
No me refiero aquí a los errores que cualquiera puede cometer. Para cuestionar la obediencia frente a una autoridad legítima, debe haber motivos de mucho peso, que conciernen a Dios mismo y entran en el ámbito de la conciencia. Mientras no sea éste el caso, no puede simplemente negarse la obediencia, porque entonces cada cual haría lo que considera correcto y surgiría un caos.
Pero el ejemplo de hoy nos muestra que, efectivamente, puede haber un conflicto con la autoridad. Esto tampoco puede descartarse en el tiempo actual, porque la obediencia religiosa no es una obediencia ciega a una autoridad humana. Si se exigiría obediencia de esta manera, ésta perdería la dignidad que le es propia.
El Apóstol Pedro permaneció fiel hasta la muerte al encargo de su Señor. ¡Que el Señor conceda a los suyos no dejarse intimidar por ninguna autoridad que quiera impedirles cumplir su misión y vivir su vocación!