2Cor 5,14-17
El amor de Cristo nos apremia, persuadidos de que si uno murió por todos, en consecuencia todos murieron. Y murió por todos a fin de que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos. De manera que desde ahora no conocemos a nadie según la carne; y si conocimos a Cristo según la carne, ahora ya no le conocemos así. Por tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva creación: lo viejo pasó, ya ha llegado lo nuevo.
Vivir para Cristo y en Cristo… ¡Éste es el secreto de la nueva vida, de la nueva creación!
Gracias al testimonio de la Sagrada Escritura, conocemos tantos milagros: resurrección de muertos (cf. p.ej. Lc 7,11-17), curación de paralíticos (cf. p.ej. Mc 2,1-12), liberación de poseídos (cf. p.ej. Mc 5,1-20), y tantos otros a través de los cuales Dios nos muestra su bondad. Tampoco podemos olvidar el milagro de la Creación que todos los días nos rodea… Ciertamente jamás terminaríamos de enumerar todo aquello en lo que Dios se glorifica. En la primera lectura de este domingo (tomada del libro de Job), escuchamos las siguientes palabras:
“¿Quién cerró el mar con compuertas cuando escapaba impetuoso de su seno, cuando le ponía nubes por mantillas, nubes tormentosas por pañales, cuando le marcaba las lindes poniendo puertas y cerrojos? Le dije: ‘Hasta aquí llegarás, no pasarás, aquí se estrellará el orgullo de tus olas’.” (Job 38,8-11)
Si tenemos ojos para ver y oídos para oír, nunca cesaremos en la alabanza a Dios, y en la eternidad podremos ofrecérsela junto con los ángeles y santos sin obstáculo alguno. ¡Qué perspectiva tan maravillosa!
Pero de los incontables milagros del Señor, la lectura de hoy describe uno de los más grandes: es el milagro del amor de Dios a nosotros, manifestado en su Venida al mundo (cf. Jn 3,16); y la “nueva Creación” que nos es concedida a través del bautismo; la participación en la inmortalidad del Hijo de Dios. ¡Esta “nueva Creación” es totalmente gloriosa, puesto que participa de la vida de Dios!
Ahora, depende de nosotros cómo se despliega en nuestra vida terrenal este don de Dios. Todos conocemos aquel pasaje de la Escritura que dice que los ángeles en el cielo se alegran cuando un pecador se convierte (cf. Lc 15,10), cuando pasa de la muerte a la vida (cf. Lc 15,32).
Y, en efecto: ¡qué transformación puede vivir una persona por la gracia de Dios, cuando empieza a vivir en Cristo, cuando realmente muere la “vieja vida”, cuando ya no vive para sí misma sino para Cristo! Las sombras de la “vieja vida” empiezan a ceder; la nueva vida, a crecer.
Aunque hayamos sido bendecidos con la realidad objetiva de ser una “nueva creación”, por lo general queda un largo camino por recorrer, hasta que seamos transformados interiormente y podamos vencer nuestra tendencia tan arraigada a poseernos a nosotros mismos y vivamos para Cristo. Aquí la cuestión decisiva es el camino de transformación en Cristo. La “vida nueva” quiere florecer, transformar enteramente a la persona y modelarla a imagen de Cristo.
Lamentablemente se enseña demasiado poco sobre este camino de transformación interior del hombre. ¡Pero es tan esencial! Para que se despliegue a plenitud la vida sobrenatural en nosotros, no es suficiente con conocer bien nuestra fe, recibir los sacramentos y realizar ocasionalmente buenas obras. Vivir en Cristo significa amar como Él ama, actuar como Él actúa, pensar como Él piensa, de modo que día a día el Señor vaya tomando más forma en nosotros.
Nuestra vida como “nueva creación” no puede adaptarse al pensar y sentir de este mundo, que no pocas veces es totalmente opuesto a los mandamientos de Dios. El estándar para los creyentes es siempre el Señor mismo, y su actuar ha de ser determinado por el Espíritu Santo.
Un camino tal se convierte en un profundo proceso de transformación, que busca hacer a un lado todo aquello que se interpone al amoroso dominio de Cristo en nosotros. Así nos exhorta San Pablo en la Carta a los Colosenses:
“Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. No os mintáis unos a otros, pues os habéis despojado del hombre viejo, con sus obras, y os habéis revestido del hombre nuevo, que se renueva para lograr un conocimiento pleno según la imagen de su creador. Así que, como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros.” (Col 3,2.9-13)
Por eso, hemos de deshacernos de la “cólera, ira, maldad, maledicencia y obscenidades” (v. 8) y seguir la exhortación de San Pablo: “Por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el broche de la perfección. Que la paz de Cristo de Cristo reine en vuestros corazones.” (v. 14-15a)