Ef 3,8-12 (Lectura correspondiente a la memoria de San Ambrosio)
A mí, el menor de todos los santos, me fue concedida la gracia de anunciar a los gentiles la insondable riqueza de Cristo, y esclarecer cómo se ha dispensado el misterio escondido desde los siglos en Dios, creador del universo, para que la multiforme sabiduría de Dios se manifieste ahora a los principados y a las potestades en los cielos, mediante la Iglesia. De este modo, Dios ha realizado su designio eterno en Cristo Jesús, Señor nuestro, quien, mediante la fe en él, nos da valor para llegarnos confiadamente a Dios. Por eso os ruego que no os desaniméis por las tribulaciones que por vosotros padezco, pues ellas son vuestra gloria.
De acuerdo a las palabras del Apóstol, incluso a los principados y potestades en los cielos ha de serles manifestada la sabiduría de Dios. Esto significa que la evangelización de los gentiles y, con ello, el cumplimiento del plan de Dios para con la humanidad, se desarrolla por medio de la Iglesia ante el cielo entero como testigo.
Esta dimensión es asombrosa, aun si no solemos tenerla tan presente en nuestro pensar, porque generalmente nuestro enfoque está puesto en primera instancia en la Iglesia militante. El pequeño servicio que prestamos aquí en la tierra a la Iglesia al tomar parte en el anuncio del evangelio de acuerdo a los dones y talentos que nos han sido dados, está siendo atentamente observado desde el cielo. Esta afirmación del Apóstol de los Gentiles nos da a entender que los principados y potestades no poseen una cierta omnisapiencia, sabiendo exactamente lo que va a suceder, como sólo Dios mismo lo sabe.
¡He aquí una motivación más para el anuncio del evangelio! Ciertamente conocemos la cooperación que existe entre la Iglesia militante y la triunfante, así como también la purgante, cuyos miembros están necesitados de nuestras oraciones y sacrificios para alcanzar la visión beatífica. También sabemos de la ayuda constante de los santos y ángeles, que nos apoyan, animan, consuelan, inflaman y corrigen; todo ello si les invitamos a hacerlo… Pero, considerando la lectura de hoy, parece que también hay algo que nosotros, por nuestra parte, podemos hacer por ellos.
Los ángeles aman a Dios y, puesto que lo aman, su glorificación es su dicha. Entonces, nosotros podemos acrecentar su alegría en la medida en que correspondamos –ojalá enteramente– al plan que Dios tiene para nosotros. Caso contrario, cuando no asumimos el lugar que Dios nos ha asignado y no desplegamos así toda la fecundidad que sería posible, podemos suponer que privamos a los ángeles de esa alegría y, de alguna manera, los entristecemos.
¡Cada uno en particular es importante!
¿No es una perspectiva maravillosa la de sabernos involucrados en la Iglesia Celestial? Sin darnos demasiada importancia a nosotros mismos, podemos sentir la responsabilidad de corresponder al llamado que nos ha sido dirigido. En primer lugar, frente a Dios mismo, pues ¡cuán grande es el honor de no sólo recibir la Redención, sino también estar llamados a colaborar en la obra de la salvación, aun siendo débiles personas! ¿Cómo será para nuestro Padre el ver que intentamos cumplir plenamente su Voluntad y que para ello estamos dispuestos a dejar atrás nuestros intereses terrenales? Pensemos en el Señor cuando miró con tristeza al joven rico, quien, si bien llevaba una buena vida según los mandamientos de Dios, no siguió la invitación más grande que Él le dirigía (cf. Mt 19,16-22).
Ahora, a la alegría de Dios viene a añadirse el gozo de los ángeles, y ciertamente también el de todos los que ya están con el Señor. Si en el cielo hay gran alegría por un pecador que se convierte (cf. Lc 15,10), por uno que encuentra el camino a casa, entonces podemos estar seguros de que cada día que transcurrimos en el sincero seguimiento de Cristo y al servicio del Reino de Dios, acrecentaremos la alegría en el cielo, porque se manifestará aún más la sabiduría de Dios para los principados y potestades.
A la Iglesia purgante la mencioné ya… Nuestro servicio es también para todos los que la conforman una gran alegría, un consuelo y, además, una enorme ayuda para alcanzar su anhelada meta: la unificación con Dios.
Creo que deberíamos tener bien presente esta perspectiva que nos abre nuestro amado Apóstol de los Gentiles, y dejarla entrar en nuestro corazón. Esto se vuelve aún más importante en el tiempo actual, cuando se debilita cada vez más el anuncio del evangelio en nuestra Iglesia, mientras que la pretensión de inculturación, sin aplicar un verdadero discernimiento de los espíritus, a menudo produce los más extraños y envenenados frutos. En un tiempo en que quizá apenas surge alegría a nivel oficial cuando un judío llega a la Iglesia Católica o un musulmán se convierte al Señor, hemos de elevar nuestra mirada a la Iglesia Celestial. Ella nos fortalecerá y ayudará para que no nos dejemos confundir en nuestros esfuerzos; para que el plan eterno de Dios, llevado a cumplimiento a través de Cristo Jesús, nuestro Señor, se manifieste en toda su plenitud.
Finalmente, pongamos nuestra mirada en la Virgen María… ¡Cuánta alegría hay en el cielo porque Ella dio su “sí” incondicional al plan salvífico de Dios! Precisamente en Ella se manifiesta cuánta dignidad le es conferida al hombre al hacerlo partícipe en la obra de la Redención.
Y, por último, pensemos en el Retorno del Señor: ¡Está cerca! Que el Espíritu de Dios nos despierte a todos, para que prestemos nuestro servicio en la viña del Señor y nos sacudamos de toda somnolencia. ¡También el cielo está esperándolo!
NOTA: Puesto que hoy es el día 7 del mes, que siempre lo dedicamos de forma especial a nuestro Padre Celestial, queremos invitaros a escuchar los “3 minutos para Abbá”, que es un pequeño impulso que publicamos a diario con el fin de profundizar la relación de confianza con Dios Padre. Podéis encontrarlos en los siguientes enlaces:
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