1Cor 10,31–11,1
Tanto si coméis, como si bebéis, o hacéis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios. No seáis escándalo para los judíos, ni para los griegos, ni para la Iglesia de Dios, como también yo agrado a todos en todo, sin buscar mi conveniencia sino la de todos los demás, para que se salven. Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo.
Es decisivo que la Palabra de Dios verdaderamente llegue a nuestro corazón y nos mueva a un cambio de vida. Cada cristiano está llamado a permitir que la Palabra de Dios actúe en él de tal manera que produzca abundante fruto.
En realidad, cada frase de esta breve lectura de San Pablo, podría convertírsenos en una máxima.
“Hacedlo todo para gloria de Dios”.
Si ponemos en práctica estas palabras, entonces también haremos realidad la exhortación de San Benito de cobrar cada vez más consciencia de la presencia de Dios. Bajo esta máxima, ¡de cuánto nos desharemos y cuánto ganaremos! Nuestra vida entera cambiará, en cuanto que, por una parte, evitaremos atentamente todo aquello que disguste al Señor (que es lo que obra el don de temor de Dios); y, por otra parte, buscaremos todo aquello que le agrada, que es el efecto del don de piedad.
Éste será un camino de desprendimiento interior que conducirá a la gran libertad que Dios quiere dar a sus hijos; un camino de mucha atención a la guía del Espíritu Santo. Con este pensamiento podremos empezar nuestro día al despertarnos, y en la noche, hacer un examen de conciencia para evaluar si hemos encontrado el “hilo del día”, por así decir; o si, por el contrario, lo hemos perdido, olvidado o descuidado, por habernos distraído con muchas otras cosas. Poner esto en práctica puede ser más difícil de lo que parece, al menos si queremos hacerlo con plena consciencia.
Detengámonos ahora en las siguientes palabras de la lectura:
“También yo agrado a todos en todo, sin buscar mi conveniencia sino la de todos los demás, para que se salven”.
También esta frase puede definir toda nuestra vida, desprendiéndonos de nuestro propio “yo”. San Pablo está enfocado en lo más importante, que es conducir a los hombres a Cristo. Todo lo demás se subordina a esta primera meta. ¡Éste es el principio rector de su vida!
En este contexto, es importante que San Pablo nos hace ver lo esencial. En él arde el fuego de querer que todos los hombres se salven. Podríamos cuestionarnos qué es lo que diría el Apóstol de los Gentiles sobre la situación que se vive en no pocas partes de la Iglesia. ¿Es que se ha perdido ese celo apostólico que inflamó a tantos misioneros a lo largo de la historia? ¿Acaso hoy las personas ya no necesitan ser salvadas? ¿O es que cada cual puede alcanzar la salvación a su propia manera, en su propia religión y con su propia cosmovisión? A veces parecería que esta tendencia está predominando actualmente en la Iglesia.
Sin embargo, las cosas no han cambiado. El anuncio del evangelio, junto con la propia santificación, sigue siendo la tarea central de los cristianos. Al cumplir esta misión le damos gloria a Dios.
Por eso, dentro del contexto en que cada uno se encuentra, hemos de mirar la situación en su totalidad, como recomienda San Pablo. Mirar la situación en su totalidad significa cuestionarnos: ¿qué es lo que más le ayudaría a la otra persona a encontrarse con el evangelio?, ¿cuál es la parte que me corresponde a mí para facilitárselo?
Esto no significa que en cada instante y circunstancia debamos sentirnos forzados a anunciar el evangelio de palabra, por temor a que la otra persona podría condenarse o por excesivo entusiasmo. Lo que sí se nos pide es la vigilancia interior, para identificar el momento oportuno de transmitir el evangelio.
No olvidemos que también las buenas obras, aunque en sí mismas sean valiosas, sólo alcanzan su plenitud cuando las personas se enteran de que Dios mismo es el autor de toda bondad y lo alaben por ello; conforme a las palabras de Jesús: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y alaben a vuestro Padre que está en los cielos.” (Mt 5,16) Así, les facilitaremos a las personas el acceso a Dios. Si no remitimos todo a Dios, se corre el riesgo de que la persona que realiza las buenas obras sea colocada en el centro de atención, y ya no sea un puente que eleva a los hombres al Señor.
Aprendamos de San Pablo a dejarnos tocar de tal forma por la Palabra de Dios que pongamos toda nuestra vida a su servicio.