Mc 12,35-37
En aquel tiempo, mientras enseñaba en el templo, Jesús preguntó: “¿Cómo es que dicen los escribas que el Cristo es hijo de David? El mismo David, movido por el Espíritu Santo, ha dicho: ‘Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos bajo tus pies’. El mismo David le llama ‘Señor’. Entonces, ¿cómo va a ser hijo suyo?” Y una inmensa muchedumbre le escuchaba con gusto.
Era muy difícil para el Señor convencer a los escribas, a pesar de que una y otra vez lo intentaba con gran paciencia. Resultaba evidente que les superaba en el conocimiento de las Escrituras. Así, cabe esperar que, al menos en algunos de los escribas y fariseos, las palabras de Jesús –acreditadas por sus obras– finalmente hayan caído en tierra buena, y producido fruto, aunque fuese más tarde.
Sin embargo, es de temer que –como atestiguan los evangelios– muchos de ellos habían endurecido su corazón y ya no estaban interesados en descubrir la verdad a través del debate; sino sólo en llevar la razón o, en el peor de los casos, incluso en tenderle una trampa a Jesús. Ante una actitud tal, resulta estéril cualquier debate sobre la Sagrada Escritura, porque para que el diálogo sea fructífero hace falta una apertura a la verdad.
Si tenemos un corazón abierto, seremos capaces de acoger las palabras de Jesús aun si todavía no podemos comprenderlas. En este caso, cuando aún no podemos consentir con el entendimiento a lo que escuchamos, entra en juego la confianza, que da lugar a la apertura interior. Entonces, las palabras del Señor caen en la “tierra buena” de un corazón abierto y pueden empezar a tomar forma en el interior del hombre. De esta manera, el “no entender” deja de ser un obstáculo, puesto que el corazón ya está acogiendo la palabra del Señor y dejándose instruir por ella. La comprensión del entendimiento podría venir a añadirse después.
Un ejemplo de una situación tal podrían ser las palabras que el Señor había pronunciado en el discurso del pan de vida: “Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Jn 6,53). Ciertamente esto superaba la capacidad de comprensión de los discípulos, pero su confianza en el Maestro hizo que no se alejaran de Él como lo hicieron muchos otros que hasta entonces lo habían seguido, porque estos últimos consideraban que era demasiado dura su enseñanza (Jn 6,60). Más adelante, el Espíritu Santo iluminó a los discípulos para que comprendieran estas palabras del Señor.
En el caso de los escribas, probablemente solía suceder lo contrario. La cerrazón del corazón les hacía rechazar de antemano su palabra, de modo que ésta no podía desplegar su fecundidad. No podía penetrar en el corazón, convirtiéndose en una invitación para simplemente aceptar la lógica contenida en las palabras de Jesús al referirse a las Escrituras. Por el contrario, sus palabras podían incluso convertirse en una especie de amenaza para ellos.
En cambio, la inmensa muchedumbre que seguía a Jesús reaccionaba de forma distinta: “le escuchaba con gusto”. No entran en competencia con Él, ni pretenden demostrar que está enseñando un error o una falsa doctrina. De esta manera, la palabra podía expandirse en ellos y causarles alegría, porque el Señor hablaba con autoridad. Cada una de las palabras que salen de la boca de Jesús está destinada a no retornar a Él vacía, sino a realizar aquello para lo cual la pronunció (Is 55,11).
Una actitud de apertura del corazón podría haber llevado a reflexionar más profundamente sobre la lógica expresada por Jesús: si David llama al Mesías ‘Señor’, no puede ser hijo suyo. Entonces, ¿quién es el Mesías? ¿De dónde viene y a dónde va?
Jesús quiere llevar a sus oyentes a reconocerlo. Toda persona ha de enterarse de que Jesús es el Mesías prometido, el Redentor de la humanidad. En primer lugar, deben reconocerlo los de su propio Pueblo, y después todas las naciones. Para ello, el Señor envía después a sus Apóstoles como sus testigos (Mt 28,19-20), que le permanecieron fieles y anunciaron la verdad.
Esta misión que Jesús encomendó a la Iglesia aún no ha concluido. Todavía hoy los hombres han de reconocer, gracias al actuar del Espíritu Santo, que Jesús es el Hijo de Dios. La Palabra del Señor ha sido transmitida y plasmada en letras. Quien acoge esta Palabra con un corazón abierto, reconocerá su veracidad y podrá confesar como Pedro: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo” (Mt 16,16).
Si esto sucede, fue el Espíritu Santo quien le abrió los ojos y lo condujo a la fe, pues “nadie puede decir: ‘¡Jesús es Señor!’, sino por el Espíritu Santo” (1Cor 12,3). A partir de entonces, el hombre podrá caminar a la luz de Dios y convertirse en testigo del Resucitado, para que también a través suyo los hombres reciban el anuncio de la salvación.