Sal 62,2-9
¡Oh Dios!, tú eres mi Dios, por ti madrugo,
mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansias de ti,
como tierra reseca, agostada, sin agua.
¡Cómo te contemplaba en el santuario
viendo tu fuerza y tu gloria!
Tu gracia vale más que la vida,
te alabarán mis labios.
Toda mi vida te bendeciré
y alzaré las manos invocándote.
Me saciaré de manjares exquisitos,
y mis labios te alabarán jubilosos.
En el lecho me acuerdo de ti
y velando medito en ti,
porque fuiste mi auxilio,
y a las sombras de tus alas canto con júbilo;
mi alma está unida a ti,
y tu diestra me sostiene.
Una profunda sed de Dios tiene el alma, pues en Él está su verdadero hogar. Esto sigue siendo cierto aunque el hombre no lo perciba conscientemente y apegue su corazón a las cosas pasajeras de este mundo. Entonces el alma no sólo está desamparada, sin hogar; sino que además cae en las garras de ladrones y salteadores. Permanece en una prisión, desconoce las verdes y exuberantes praderas, no sabe dónde hallar su descanso y simplemente deambula. Es un estado desolado, del cual Dios se apiada una y otra vez, pues Él creó al hombre a su imagen y jamás lo abandona.
En el salmo de hoy escuchamos la voz de un alma que ha despertado al amor. Tiene ansia de Dios y lo busca, porque siente claramente que, cuando Dios le falta, está como “tierra reseca, agostada, sin agua” y no produce fruto alguno. Al sentir la aridez interior, clama aún más a Dios y lo busca.
Así, se nos muestra aquí también el camino a tomar para escapar de la desolación interior que puede afectar mucho a nuestra vida: es la alabanza de Dios, que nos eleva hacia Él y libera al alma de su abatimiento. El sumergirnos en Dios, invocar su nombre y penetrar en su amor nos libera de las cadenas. Ahora el alma puede volver a respirar y no se marchita. Se despierta cada vez más y el espíritu de entendimiento le hace saber que “la gracia de Dios es mejor que la vida.”
En efecto, es así: más vale ocupar el último sitio en el Reino de Dios que ser alguien en el reino de las vanidades; mejor morir en la gracia de Dios que pasar una vida lejos de Él. El alma lo sabe bien, pero muy fácilmente se deja seducir. Cuando se eleva a Dios, en cambio, ella se sacia “de manjares exquisitos”.
“¿Está triste alguno de vosotros? Que rece.” (St 5,13)–nos aconseja el Apóstol Santiago.
Es importante no dejar al alma a merced de una tristeza desordenada, pues este estado de ánimo la oscurece y le roba su fuerza, tanto a nivel natural como espiritual. Los padres del desierto hablan de la “tristitia”, e incluso la relacionan con una influencia demoníaca en el alma.
No debemos dar cabida a la pereza y a la tristeza desordenada; es decir, aquella tristeza que se presenta en los sentimientos pero que no tiene un motivo real. Al recurrir a Dios e invocar concretamente al Espíritu Santo, podrá ser detenido lo que nos arrastra hacia abajo, y el alma podrá volverse a levantar. Ella experimenta entonces que la diestra del Señor la sostiene.