Todo tiene su momento

Ecl 3,1-11

Todo tiene su momento y cada cosa su tiempo bajo el cielo: Su tiempo el nacer, y su tiempo el morir; su tiempo el plantar, y su tiempo el arrancar lo plantado. Su tiempo el matar, y su tiempo el sanar; su tiempo el destruir, y su tiempo el edificar. Su tiempo el llorar, y su tiempo el reír; su tiempo el lamentarse, y su tiempo el danzar. Su tiempo el lanzar piedras, y su tiempo el recogerlas; su tiempo el abrazarse, y su tiempo el separarse. 

Su tiempo el buscar, y su tiempo el perder; su tiempo el guardar, y su tiempo el tirar. Su tiempo el rasgar, y su tiempo el coser; su tiempo el callar, y su tiempo el hablar. Su tiempo el amar, y su tiempo el odiar; su tiempo la guerra, y su tiempo la paz. ¿Qué gana el que trabaja con fatiga? He considerado la tarea que Dios ha impuesto a los humanos para que en ella se ocupen. Él ha hecho todas las cosas apropiadas a su tiempo; y también ha puesto el conjunto del tiempo en sus corazones, pero el hombre no es capaz de descubrir la obra que Dios ha hecho de principio a fin. 

La gran sabiduría que contiene este texto se sintetiza en sus palabras iniciales: “¡Todo tiene su momento!”

Existen dos terminologías griegas distintas para referirse al tiempo: el término “cronos” y “kairós”. El primero –“cronos”– hace alusión al tiempo en general, que transcurre en los meses, en el paso de los años, en el retorno de las estaciones, etc…

El término “kairós”, en cambio, se refiere al momento preciso para actuar. En el contexto cristiano, podemos entenderlo de la siguiente forma: ¡Ahora es el momento de la gracia; ésta es la hora de la salvación! (cf. 2Cor 6,2b) Desde que nuestro Señor consumó la obra de la Redención, se inauguró la hora de la salvación para todos los hombres. En este sentido, el “kairós” es un período de tiempo bastante amplio, en el que se ofrece la salvación a los hombres y cuyo final sólo Dios conoce. Pero también podemos entender el “kairós” en un sentido más concreto. Por ejemplo: ahora ha llegado el momento preciso para seguir mi vocación o para hacer una cosa determinada; ahora el Señor quiere esto o aquello de mí…

Entonces, si actúo ahora, si doy tal o cual paso ahora, estoy obrando en conformidad con la gracia que Dios ha dispuesto para este preciso momento.

La lectura de hoy nos transmite la sabiduría para la vida en general, diciéndonos que hay un tiempo indicado para cada cosa y que así se llega al equilibrio de la vida. Pero en el seguimiento de Cristo podemos comprenderlo con mucha más precisión aún.

Tomemos un ejemplo de la lectura: “Hay un tiempo para callar y un tiempo para hablar”. Nosotros, como discípulos del Señor, hemos recibido el mandato misionero, es decir que todos hemos de dar testimonio de nuestra fe, independientemente de si hayamos recibido o no un don especial de elocuencia en la palabra. ¡Esta misión abarca toda nuestra vida! Se trata de aquel encargo que nos dio el Señor para que no sólo acojamos para nosotros mismos la hora de la salvación; sino que ayudemos a que también otros sean tocados por la gracia de la Redención o puedan asimilarla más a profundidad.

Si tomamos la terminología de “kairós” y “cronos”, podemos decir que nosotros, los cristianos, vivimos en un constante “kairós”. Así, podemos asumir que, si anunciamos la Palabra con intención pura, estamos actuando fundamentalmente en conformidad con la Voluntad de Dios. Pero, dentro de esta amplia perspectiva del “kairós”, puede haber determinados momentos que sean particularmente oportunos para transmitir la Palabra; o, por el contrario, para callar. Para saber identificar cuándo es momento para lo uno y cuándo para lo otro, hay que escuchar muy atentamente al Espíritu Santo, que viene a nuestro auxilio con el don de consejo.

Recordemos, en este contexto, algunos aspectos sobre el don de consejo: El Espíritu Santo nos recuerda todo aquello que Jesús dijo e hizo (cf. Jn 14,26). Él mora en nosotros y nos aconseja cómo aplicar las palabras del Señor en las situaciones concretas de nuestra vida. Gracias al don de consejo, nos volvemos capaces de percibir la silenciosa voz del Espíritu Santo que nos habla interiormente y de distinguirla de otras voces. Este don lleva a plenitud y perfecciona la virtud de la prudencia cristiana. Esta última, como habíamos visto en recientes meditaciones, es la que nos enseña a contemplarlo todo desde la perspectiva de Dios. Sin embargo, a causa de la imperfección de nuestra naturaleza, puede aún quedarnos una incertidumbre. Por ello, necesitamos aquella luz interior, una iluminación que nos permite descubrir en un instante la Voluntad de Dios: “Habla, Señor, tu siervo escucha” (1Sam 3,10).

Así, el Espíritu Santo podrá aconsejarnos con claridad y darnos a entender cuándo ha llegado el momento para hablar y cuándo el momento para callar. Si actuamos de acuerdo a las indicaciones precisas del Espíritu Santo, estaremos en pleno centro del “kairós”.

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