Lc 2,41-51
Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua. Cuando cumplió los doce años, subieron como de costumbre a la fiesta. Pasados aquellos días, ellos regresaron, pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que sus padres lo advirtieran. Creyendo que estaría en la caravana, y tras hacer un día de camino, lo buscaron entre los parientes y conocidos. Pero, al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén en su busca.
Al cabo de tres días, lo encontraron en el Templo sentado en medio de los maestros, escuchándoles y haciéndoles preguntas. Todos cuantos le oían estaban estupefactos, por su inteligencia y sus respuestas. Cuando lo vieron, quedaron sorprendidos; su madre le dijo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo te hemos andado buscando, llenos de angustia.” Él les dijo: “¿Y por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?” Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio. Jesús volvió con ellos a Nazaret y vivió sujeto a ellos. Su madre conservaba todo esto en su corazón.
Jesús se quedó en Jerusalén porque quería estar en la casa de su Padre. Inicialmente, esta respuesta suya fue incomprensible para sus padres, pues habían estado buscándolo tres días llenos de angustia, al no hallarlo en la caravana de peregrinación.
En ese momento, los padres de Jesús se encontraron frente a aquel misterio que hasta hoy experimentan ciertos padres cuando sus hijos sienten un llamado a la vida religiosa; una vida que pertenece totalmente a Dios y cuyo primer compromiso es con Él. Como vemos en el evangelio de hoy, incluso María tuvo que comprender aún más profundamente el misterio de su Hijo, que no era un hombre común, sino que es a la vez verdadero Dios y verdadero hombre.
La Madre de Jesús hizo precisamente lo correcto ante aquel misterio. Ella conservó en su corazón todo lo que había sucedido. Allí, en su corazón, meditaba todas estas cosas y así ciertamente las comprendía cada vez mejor (cf. Lc 2,19). Recordemos también otro pasaje de la Escritura, cuando Jesús predicaba y era tal la cantidad de personas que venían a escucharlo, que a él y a los discípulos no les quedaba tiempo ni para comer. Sus parientes quisieron entonces llevárselo porque creían que había perdido el juicio (Mc 3,20-21). No podían comprender en ese momento la misión del Señor. En otra ocasión, cuando a Jesús le avisaron que su madre y sus hermanos lo esperaban afuera, Él hizo referencia a la universalidad del parentesco espiritual y no se dejó perturbar (cf. Lc 8,20-21).
La forma en que María se enfrenta a esta situación, cuando halla a su Hijo en el Templo, debería ser para nosotros una pauta de cómo actuar cuando notamos que Dios ha puesto su mano sobre una persona cercana y la ha llamado a seguirlo en un camino especial. Si imitamos a María, nos cuidaremos de interferir imprudentemente, para no complicar aún más, con nuestra falta de comprensión, la situación de dicha persona. La mejor reacción es, pues, guardar silencio y llevar todo ante Dios, dejando que Él, en su Sabiduría, actúe.
Tal vez muchas veces nos resulta difícil escuchar el sutil llamado que Dios dirige a nuestro corazón. No siempre tiene que tratarse de una vocación religiosa, sino que puede ser un llamado a entrar en una intimidad más profunda con Dios. Quizá Él quiere que también nosotros pasemos más tiempo en la casa de nuestro Padre, sea en la iglesia o en el templo de nuestro corazón.
Si respondemos al llamado que resuena en nuestro interior, no podremos evitar que algunas personas no nos comprendan. El misterio del amor entre Dios y el alma sólo pueden entenderlo aquellos que también lo viven. Pensemos en un par de enamorados: al principio sólo tienen ojos para verse el uno al otro, y nadie debería perturbar este primer amor.
Lo mismo sucede en el encuentro más profundo con Dios. Se trata de un amor que nadie debe perturbar, sino que hay que dar un paso atrás ante este misterio. “¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?”, preguntó Jesús a sus padres. Tal vez también hubiera podido decir: “Vosotros sabéis que os amo. Siempre podréis encontrarme allí donde está mi mayor amor, que es mi Padre.”
Allí, en el amor del Padre, uno se encuentra con todos aquellos que han descubierto la dimensión más profunda de su vida y respondido a su llamado. Allí podemos adorar junto a ellos a nuestro Padre Celestial. En el Corazón de María se ha inflamado plenamente el amor divino. Si Ella nos ofrece su corazón, lo hace para ayudarnos a que también en el nuestro se encienda el amor de Dios.