1Cor 11,23-26
Yo recibí del Señor lo que os transmití: que el Señor Jesús, la noche en que era entregado, tomó pan, dio gracias, lo partió y dijo: “Éste es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía.” Asimismo, tomó el cáliz después de cenar y dijo: “Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en memoria mía.” Pues cada vez que comáis este pan y bebáis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.
Nosotros, los católicos, estamos muy familiarizados con las palabras de la institución de la Eucaristía, a través de las cuales sucede la transformación de pan y vino en Cuerpo y Sangre de Cristo. Nos arrodillamos ante el Señor, que se nos manifiesta en este misterio, y lo adoramos. El sacerdote –actuando ‘in persona Christi’ y por encargo Suyo– realiza un gran milagro, reservado exclusivamente para él. Este acontecimiento está envuelto en un santo silencio; un silencio de amor y reverencia. No pocas veces se percibe una profunda conmoción, tanto en el sacerdote como también en los acólitos y en los fieles. En fe, sabemos que también los santos ángeles están presentes en la Santa Misa, y podemos suponer que las benditas almas del purgatorio buscan consuelo allí, mientras aún tienen que esperar hasta llegar a la unificación plena con Dios. En la celebración de la Santa Misa se hace presente la esencia del ministerio sacerdotal; la Iglesia cumple con el encargo del Señor y lleva a cabo lo más importante.
En consecuencia, la Eucaristía está en el centro de la vida de la Iglesia, y, con la Solemnidad del Corpus Christi, Ella da testimonio público de su fe. La presencia real de Cristo en la hostia consagrada no es un asunto de fe privada, importante sólo para unos cuantos fieles. ¡No! La fe da testimonio del Reinado de Cristo, a quien le ha sido dado “todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18), que ha venido a redimirnos como el Cordero de Dios (cf. Jn 1,29), y que volverá al Final de los Tiempos para juzgar a vivos y muertos…
Espléndidos templos han sido edificados y solemnes procesiones se celebran en honor al Santísimo Sacramento del Altar… En este día la Iglesia se adorna, para dar testimonio del Señor eucarístico, a quien se contempla con los ojos de la fe en el Sacramento; pero que se manifestará a todos en su gloria cuando vuelva al Final de los Tiempos (cf. Mt 24,30).
Ahora bien, para la Santa Misa no sólo hacen falta templos dignos y sacerdotes consagrados; sino que este extraordinario acontecimiento ha de actualizarse en una liturgia que corresponda a su dignidad. Lamentablemente se está perdiendo cada vez más esta sensibilidad, y nos encontramos con Misas “fabricadas” por hombres; Misas “diseñadas” por los fieles. Esto indica una gran incomprensión, porque no se cae en cuenta de que la liturgia es un don que ha sido concedido por el Espíritu Santo, y que, a lo largo del tiempo, se han desarrollado ciertas formas que no pueden simplemente modificarse, sin que ello cause un enorme daño espiritual.
Entonces, si se quiere venerar al Señor en la Eucaristía como Él lo merece, habrá que prestar especial atención a la dignidad de la Santa Misa, tanto en sus formas exteriores como en la actitud interior. Esto implica, lógicamente, la recepción digna de la comunión en estado de gracia, una preparación adecuada, el recogimiento interior, el silencio en la iglesia, entre muchas otras cosas… ¡No se puede perder el aprecio por la Santa Misa! En este sublime acontecimiento no hay cabida para banalidades de ningún tipo, sea en lo referente a la música que se escoge; sean elementos diseñados por la creatividad humana, sean gestos ajenos a la liturgia…
¡Es necesario recuperar la dignidad de la Santa Misa, allí donde se la ha perdido! Esto cuenta tanto para los sacerdotes como para los fieles. En este contexto, tampoco se debería dejar pasar la oportunidad de conocer el así llamado “rito extraordinario” de la Santa Misa (comúnmente denominado “Misa tridentina”). Éste normalmente no es propenso a experimentos litúrgicos de cualquier tipo, y es una expresión de la liturgia tal como se la celebró durante siglos en todo el mundo católico.
El Papa Benedicto XVI quiso que este rito sea ofrecido a los fieles en pie de igualdad con el “Novus Ordo”, para que así la Iglesia experimente una especie de “reconciliación interior” con su propia tradición. Me gustaría añadir que, no pocas veces, el “Novus Ordo” ha sufrido una creciente deformación. Así, el acto de reconciliación hecho por el Papa Benedicto puede ser visto incluso como un “ofrecimiento de sanación” para el “Novus Ordo”, en cuanto que la influencia de la Misa Tridentina pudo haber ayudado a superar aquellos elementos ajenos a la liturgia.
Pero, entretanto, este bienintencionado y suave proceso iniciado por Benedicto XVI apenas puede continuar, porque gran parte de la jerarquía actual muestra más bien rechazo hacia el rito antiguo.
¡Que la Solemnidad del Corpus Christi ayude a redescubrir la santidad y la belleza del Sacrificio de Cristo, que se ofrece en los altares por nuestra Redención! ¡Que el Señor preserve el Sacramento del Altar de toda profanación y abuso!