Mt 23,8-12 (Evangelio correspondiente a la memoria de San Buenaventura)
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Vosotros no os dejéis llamar ‘Rabbí’, porque uno solo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos. Ni llaméis a nadie ‘Padre’ vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo. Ni tampoco os dejéis llamar ‘Instructores’, porque uno solo es vuestro Instructor: el Cristo. El mayor entre vosotros será vuestro servidor. Pues el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado.”
En el evangelio que hemos escuchado, el Señor nos instruye sobre cómo escapar del pernicioso orgullo, que tan fácilmente nos ensombrece y genera un mundo de ilusiones.
Está profundamente marcado en el hombre el deseo de lograr algo grande o de ser grande él mismo. Sabemos que la tentación de Lucifer fue la de no considerar ya su sabiduría y hermosura como un regalo de Dios y servir con alegría al Dador de los dones. En lugar de ello, quiso él mismo apoderarse de todo y ser considerado como causa de su sabiduría y hermosura. Quiso ser como Dios, pero sin aspirar la bondad y el amor de Dios. Sabemos cómo terminó… El Arcángel Miguel, por encargo de Dios, lo reprendió (cf. Judas 1,9); y cuando Lucifer perdió su lugar en el cielo, bajó enfurecido a la tierra (cf. Ap 12,12b), donde hace de las suyas hasta que se le acabe el tiempo y sea arrojado al Lago de fuego (cf. Ap 20,1-3).
Ahora, también el hombre es tentado con el orgullo, y entonces fácilmente se extravía. Esto es lo que Jesús contrarresta, presentándonos en el evangelio de hoy la realidad tal como es.
Nuestro verdadero Maestro e Instructor es Jesús. De Él todo procede y todo va a Él (cf. Col 1,16). Nosotros no debemos considerarnos como maestros, ni ver a los demás como tales. Si nos encontramos con alguien que nos ayuda en el camino de Dios, esto es un regalo muy grande y podemos acogerlo agradecidos. Pero jamás podemos idealizar a esta persona, como si poseyera por sí misma la sabiduría. La sabiduría divina es siempre un don, y quien se olvide de ello, se volverá ciego y podría también enceguecer a otros. En varios pasajes, Jesús nos lo deja muy en claro, porque Él está bien consciente de esta tentación del hombre. Si no acatamos esta indicación del Señor, siempre se correrá el peligro de que el hombre se coloque en el lugar de Dios y, al fin y al cabo, se convierta en un ídolo.
El mismo sentido tienen las afirmaciones del Señor en relación a “no llamar a nadie padre” ni “instructor”. Si nosotros, por ejemplo, nos dirigimos a los sacerdotes diciéndoles “padre”, esto siempre hace alusión a una paternidad en Cristo, tal como la ejerce también el abad de un monasterio. Todos deben tener esto en claro, para que no surja una situación artificial, que es perjudicial para todos.
En una ocasión, San Agustín dijo con mucho tino: “Soy obispo para vosotros, soy cristiano con vosotros. ” Así es como debería ser: el Rabí, el Maestro, el Padre espiritual no lo es por sí mismo; sino que está al servicio de Cristo y de las otras personas. Si lo miramos así, sabremos honrarlo de la forma apropiada, porque entonces estaremos honrando al Señor mismo en el ministerio, en el carisma o en el don que le ha conferido.
Al final del evangelio, el Señor vuelve a dejárnoslo bien en claro: “El mayor entre vosotros será vuestro servidor. Pues el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado.”
Si nos atenemos a esto y nos esforzamos seriamente en vencer toda forma de vanidad y soberbia en nosotros, aprendiendo a ver nuestra vida entera como un servicio a Dios y a los hombres, entonces el orgullo podrá ser extirpado de nuestro corazón. Si se lo pedimos, Dios ciertamente nos ayudará en ello.
Sirve a tu Señor en sencillez y ten siempre presente que todo lo has recibido de Él. ¡Ésta es la verdadera grandeza!
En este contexto, podría ser provechoso escuchar la conferencia que di hace un tiempo sobre el tema de la humildad. La encontraréis en el siguiente enlace: https://www.youtube.com/watch?v=PZpmkVXRZcQ&t=2285s