En las dos últimas meditaciones, nos habíamos fijado en dos diversas carencias de libertad: el miedo y los respetos humanos. Además, habíamos hablado un poco sobre los complejos de inferioridad. En nuestro camino de seguimiento de Cristo, estamos llamados a superar –con la ayuda de Dios– todas estas limitaciones a nuestra libertad, para que no sean un obstáculo en este camino ni impidan que en nuestro testimonio cristiano resplandezca la libertad que nos confiere la fe. Hoy veremos otras tres carencias de libertad, que tienen cierta similitud.
En primera instancia, fijémonos en aquella carencia de libertad que surge cuando somos demasiado influenciables, de modo que fácilmente se genera una dependencia interior hacia otras personas, que son más enérgicas que nosotros. Aquí se corre el peligro de adoptar puntos de vista ajenos no porque uno esté realmente convencido de ellos; sino simplemente porque fueron expuestos con fuerza y determinación. Se puede llegar hasta el punto de dejarse intimidar por la firme voluntad de la otra persona, de modo que nuestro propio punto de vista pasa a segundo plano y adoptamos temporalmente las actitudes y opiniones de otros. Así, podemos terminar permitiendo que nos sean impuestos ciertos conceptos que en realidad no corresponden a nuestros principios.
Otra carencia de libertad que está familiarizada con esta excesiva influenciabilidad es la falsa condescendencia.
Suele afectar a personas de carácter bondadoso, cuando esta bondad degenera en debilidad, de manera que no son capaces de resistir a las peticiones y deseos de otras personas. Aunque no necesariamente adopten el punto de vista del otro, de alguna manera se dejan arrastrar a todas partes. Así, fácilmente los demás se aprovechan de tales personas, y ellas se sienten demasiado débiles para resistir a los deseos ajenos. Consideran que es de mala educación contradecir al otro, o les resulta insoportable el disgusto que podrían producirle. Por eso, prefieren ceder y, si no están atentas, incluso pueden convertirse en esclavas de la otra persona. A veces la falsa compasión para con ella puede llevarlas hasta el punto de tolerar una injusticia o, al menos, no hacer nada para evitarla.
Otra profunda carencia de libertad es la dependencia de la opinión pública. Se trata de la mentalidad que domina en el mundo que nos rodea. Ésta puede incluso afectar a personas que, en principio, no son débiles; pero que adoptan estos puntos de vista generalizados como algo sumamente natural, sin examinar su veracidad ni confrontarlos con su propia visión. Simplemente los adoptan porque son incapaces de ofrecer resistencia al impulso de un ambiente que domina a nivel general.
Entonces, ¿cómo podemos lidiar con tales carencias de libertad cuando las descubrimos en nosotros mismos? ¿Cómo podemos aconsejar a otros que están atrapados en tales actitudes?
En el caso de la excesiva influenciabilidad, debe limitarse o –dado el caso– incluso evitarse por completo el contacto con personas que tienen una falsa cosmovisión y una fuerte capacidad de persuasión. Esto no es signo de cobardía; sino un humilde reconocimiento de la propia debilidad y una forma adecuada de lidiar con tal situación. En caso de que sea inevitable el contacto con esta persona que ejerce una influencia negativa sobre nosotros, debemos prepararnos en la oración y cerrarnos a su influencia. Mientras estemos con ella, conviene permanecer orando en nuestro interior. En estas circunstancias, uno no puede estar relajado y simplemente abrirse –como estamos acostumbrados a hacerlo en un entorno bueno y sano–; sino que hay que permanecer vigilantes.
También es necesario luchar con todas las fuerzas contra la falsa condescendencia. Si hemos adquirido una convicción bien fundada, hemos de aferrarnos a ella y no ceder a los deseos de otras personas. Debemos estar conscientes de nuestra propia debilidad y resistir a la falsa compasión, que no es una buena consejera en estas circunstancias. También conviene alejarse de una situación cuando uno note que su capacidad de resistir se está debilitando cada vez más. Esto cuenta especialmente cuando se trata de cuestiones muy importantes.
Tenemos que aprender a mantenernos firmes, y para ello se nos presentan muchas ocasiones. Recordemos que no debemos ser como una “hoja movida por el viento”, que se deja arrastrar por el más mínimo movimiento. El Señor debe ser nuestra fuerza y nosotros hemos de anclarnos profundamente a Él, para que nuestra falsa condescendencia no dé lugar a situaciones que nos roben la libertad.
La opinión pública tampoco debe tener ningún poder sobre el cristiano, porque, por la gracia de Dios, él conoce la verdad en Cristo; aquella verdad que le ha sido encomendada a nuestra Santa Iglesia y que Ella preserva en su auténtica doctrina. Por tanto, el cristiano tiene un claro criterio y debe preservarse de toda influencia ilegítima e inconsciente; es decir, que no ha de permitir que entre en él nada que contradiga la verdad que nos ha sido revelada. Las corrientes de la época, que, cual falsos profetas, quieren anunciarnos algo distinto, han de ser rechazadas con contundencia. Esto cuenta especialmente cuando la opinión pública adquiere rasgos anticristianos y quiere influenciarnos con su propaganda. De ningún modo podemos adaptarnos ingenua y confiadamente a la opinión pública, sin haberla examinado, ni respirar el aire de un ambiente profano. Permanezcamos conscientes de nuestra propia fragilidad y no descuidemos la vigilancia.