Estoy realizando esta serie de meditaciones sobre las “carencias de libertad” porque, a mi parecer, es importante que nuestro testimonio cristiano esté impregnado por aquella libertad que sólo el Señor puede concedernos: “Si el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres” (Jn 8,36). Aunque tratemos de vivir en la Voluntad de Dios –y esto es lo que desea toda persona que haya vivido una verdadera conversión–, puede haber ciertas debilidades que nos impiden cumplir Su Voluntad gustosa, entera e inmediatamente. Aunque quizá no todos nosotros nos veamos afectados por cada una de las carencias de libertad que trataremos en las próximas meditaciones, es importante tomar nota de todas ellas. Quizá así podamos ayudar a otras personas, cuya libertad está restringida por todo tipo de miedos y otras carencias. Para desarrollar este tema, tomo ciertas pautas del libro “Nuestra transformación en Cristo” de Dietrich von Hildebrand, especialmente del capítulo llamado “La verdadera libertad”.
Ayer habíamos reflexionado sobre cómo nosotros, los cristianos, debemos lidiar con el miedo, que amenaza nuestra libertad y quiere aprisionarnos. Así como todas las otras carencias de libertad, el miedo ha de ser controlado o, mejor aún, superado con la ayuda de Dios. Recordemos que para ello es importante, como habíamos dicho, no dejarse arrastrar por el impulso del miedo y contrarrestar su dinámica negativa a través de una oración intensa y haciendo actos concretos de confianza en Dios. En este sentido, es necesario avivar en nuestra memoria aquellas palabras del Señor: “En el mundo tendréis sufrimientos, pero confiad: yo he vencido al mundo.” (Jn 16,33). Yo recomiendo invocar al Espíritu Santo cuando aparezcan concretamente los sentimientos de miedo, para que podamos ser liberados de aquella tensión que se crea con el miedo, que nos ata a nosotros mismos.
Fijémonos hoy en otra carencia de libertad, que, en el fondo, también está vinculada con el miedo, pero se expresa de forma particular en relación con las personas. Se trata de los así llamados “respetos humanos”.
En este caso, la carencia de libertad consiste en una fuerte dependencia de las personas. A esto viene a añadirse una falsa complacencia, que no pocas veces va acompañada de una falsa compasión. De esta manera, fácilmente se genera en la persona en cuestión una especie de “cuenta de deudas”; es decir, que se siente culpable frente a los demás y cree no haber hecho lo suficiente por ellos.
La persona que sufre de respetos humanos se vuelve dependiente de lo que las otras personas piensan de ella, o de lo que ella piensa que ellos piensan. En un caso extremo, incluso existe el gran peligro de hacer cosas que sean moralmente inaceptables, sólo por complacer a las otras personas. Así, se hace evidente que la otra persona adquiere una importancia demasiado grande en su vida. También aquí se manifiesta un apego a uno mismo, porque se quiere agradar a la otra persona y se busca una falsa armonía. Sin embargo, esta actitud hace que la persona en cuestión sea cada vez menos capaz de soportar un conflicto, porque no aguanta el hecho de no quedar bien ante los demás y, en consecuencia, tiende a fingir y disfrazar su verdadera forma de ser. Puede llegar hasta el punto de que le resulte muy difícil profesar la verdad, porque sabe que tal confesión podría acarrear disgustos y desventajas en relación con las otras personas. Uno no quiere ser visto como estúpido, tonto, retrógrada, ridículo, rígido…
Otra forma de respetos humanos surge cuando uno exagera en “ponerse en los zapatos” de la otra persona o del entorno en el que uno se mueve. Es decir, que hay un exceso de empatía. Así, fácilmente se pierde de vista lo que es correcto a nivel objetivo para la situación dada, y el propio punto de vista se vuelve demasiado dependiente de las reacciones que podría suscitar, o que se teme que podría suscitar. Se quiere evadir cualquier malentendido, hasta el punto de que se deja de hacer lo que el Señor espera de nosotros. Cuanto más frecuentemente actuemos así, tanto más nos dejaremos esclavizar por los respetos humanos.
Como antídoto, es indispensable que nos armemos de valor para decir y hacer lo que consideramos correcto desde la perspectiva de Dios, sin depender de la opinión de las otras personas y de nuestro entorno. Si hacemos con frecuencia tales actos de valentía, se irá rompiendo esta atadura y habremos recuperado un poco de libertad.
Otras carencias de libertad que se asemejan a los respetos humanos son los fuertes sentimientos de inferioridad, que incluso pueden llegar a ser un complejo. Se crea en nosotros el sentimiento básico de creernos inferiores a las demás personas, lo cual, a su vez, marcará nuestro comportamiento frente a ellas. Esto también conduce a una gran carencia de libertad. No quiero entrar en detalle sobre los actos “sustitutos” que puede realizar una persona con complejos de inferioridad, con el fin de compensar su situación difícil y humillante.
En estas circunstancias, es importante no hacer depender nuestro valor ni de la opinión de las otras personas ni de nuestra posición social. Es nuestro amoroso Padre quien nos da nuestro valor como seres humanos, habiéndonos acogido como hijos en Cristo. Esta realidad debemos interiorizarla una y otra vez, meditando las correspondientes citas bíblicas que nos hablan de Su amor. Esto cuenta aun si hemos pecado gravemente contra Dios y los hombres. Al volver a Él y al recibir el perdón de nuestras culpas, se nos devuelve la dignidad. Debemos procurar constantemente superar los sentimientos de inferioridad, desenmascarándolos como una mentira y aferrándonos a la verdad.
Lo que tienen en común todas las carencias de libertad que hemos mencionado es el hecho de que la persona en cuestión está demasiado centrada en sí misma y, en consecuencia, pierde de vista a Dios. Así, vemos también cuál es el camino para salir de estas cadenas: debemos vencer el apego a nosotros mismos y poner constantemente la mirada en Dios, preguntándole cuál es la respuesta correcta a la situación dada. Al fin y al cabo, lo que cuenta es el juicio de Dios sobre nosotros. Todo lo que yo haga o diga debo hacerlo, en primera instancia, de cara a Dios. Sólo entonces podré poner la mirada en las personas de forma apropiada. Para los que estén fuertemente afectados por los respetos humanos, ésta debe ser la cuestión principal: hacerlo todo con la mirada puesta en Dios y hablando con Él. Así, podremos salir de la esclavitud de los respetos humanos y vivir en la libertad de los hijos de Dios.
Continuamos mañana…