Mt 10,26-33
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No les tengáis miedo, pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que yo os digo en voz baja, proclamadlo desde los terrados.
No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la Gehenna. ¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos. Si alguien se declara a mi favor ante los hombres, también yo me declararé a su favor ante mi Padre que está en los cielos. Pero si alguien me niega ante los hombres, también yo le negaré ante mi Padre que está en los cielos.”
La valentía es uno de los distintivos de un ‘guerrero de la luz’, que es lo que nosotros, como cristianos, estamos llamados a ser en el combate que se nos ha encomendado. La valentía no significa ser imprudentes, optimistas o confiados en nuestras propias fuerzas, como a menudo se pintan a los héroes. El imprudente y el optimista no miden adecuadamente la situación, no advierten el verdadero peligro y actúan como si éste no existiera, dejándose llevar por un sentimiento más bien superficial. La valentía a la que nos exhorta el evangelio de hoy significa vivir con toda la confianza puesta en Dios y actuar con la certeza de que Él tiene todo en sus manos.
Jesús pronuncia estas palabras antes de enviar a sus discípulos de dos en dos, conociendo perfectamente los peligros, rechazos, persecuciones y sufrimientos que les sobrevendrían. Los poderes del mal llevan a cabo su obra con gran malicia, buscando sembrar el terror; pero no son omnipotentes. A pesar de toda su maldad y astucia, Dios es capaz de integrarlos en su plan, aunque ellos, en su ceguera, no se den cuenta de ello.
La valentía de la que habla el Señor en el evangelio resulta de la certeza de que Dios nos sostiene y nos envía para cumplir una importante misión. ¡La Palabra debe ser anunciada desde los terrados! Sabrá abrirse caminos aun en medio de persecuciones y rechazos. El discípulo enviado por el Señor está bajo la protección especial de Dios, y, sea cual fuere el escenario en que se encuentre, Dios estará siempre con él.
Por eso también se nos exhorta a confesar a Cristo delante de los hombres y a no retroceder cuando nos enfrentemos a la hostilidad o a la indiferencia. Esto es lo que Dios espera de nosotros, y Él mismo nos hace capaces de ello. Esto no significa, de ninguna manera, que no debamos ser prudentes y cuidadosos con el bien que se nos ha confiado. Antes bien, quiere decir que jamás podemos negar nuestra fe por miedo. Esta exhortación no cuenta solamente para aquellos países en los que la fe cristiana es abiertamente perseguida, sino también para los así llamados estados democráticos, en los que también están incrementando los rasgos de persecución.
Confesar a Jesús implica también defender los valores y las convicciones cristianas, dando testimonio de ellos aun en estos tiempos en que el espíritu del mundo ya no quiere llamar al pecado por su nombre; cuando se pretenden equiparar al matrimonio otras formas de vida que son contrarias al orden de la creación; cuando se quiere proclamar al aborto como un derecho humano; cuando se busca instaurar oficialmente la absurda ideología de género, entre muchas otras cosas… La situación se vuelve particularmente dramática cuando incluso la Iglesia se deja infectar por el espíritu del mundo, que, en su esencia, es un espíritu anticristiano.
Esta exhortación a confesar intrépidamente al Señor delante de los hombres es siempre actual para nosotros, los cristianos. Si la seguimos, también Jesús se declarará a nuestro favor delante de su Padre y no tendrá que negarnos.
Parece que hemos llegado a un tiempo en que resulta particularmente necesario dar testimonio del Señor. Si, por ejemplo, se difunde cada vez más en nuestra Iglesia la tendencia de colocar a todas las religiones en un mismo nivel, pretendiendo edificar conjuntamente una paz y fraternidad meramente humanas, hemos de recordar estas palabras del Señor:
“Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde.” (Jn 14,27)
La verdadera paz resulta de la reconciliación con Dios por medio de Jesucristo. Por tanto, la mejor forma de trabajar por la paz es anunciando el evangelio en palabras y obras. ¡Así lo ha dispuesto el Señor! Hoy en día, se necesita valentía para ello, porque el espíritu del mundo, dondequiera que se manifieste, quiere extinguir, modificar, relativizar o incluso pervertir el testimonio del Redentor. De forma astuta hemos de contrarrestarlo, anunciando a Jesús como único Salvador del mundo y cantando las alabanzas de la Santísima Trinidad.
En el Mensaje de Dios Padre a la Madre Eugenia Ravasio, una revelación privada que fue reconocida por el obispo local en ese entonces y que yo aprecio mucho, el Padre Celestial dice lo siguiente en relación a las otras religiones:
“También vosotros, que no conocéis otra religión que aquella en la que nacisteis y que no es la religión verdadera, abrid los ojos: ¡Aquí está vuestro Padre; Aquél que os creó y quiere salvaros! Yo vengo a vosotros para traeros la verdad y, con ella, la salvación.”
Como auténticos discípulos del Señor, estamos pues llamados a anunciar con valentía a Aquel que es el único que puede decir de sí mismo:“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí.” (Jn 14,6)