Quienes se interesen por el camino interior en el seguimiento de Cristo, pronto se toparán con Santa Teresa de Ávila, proclamada doctora de la Iglesia por el Papa Pablo VI en 1970.
Teresa nació el 28 de marzo de 1515 como la tercera hija del segundo matrimonio de don Alonso Sánchez de Cepeda. Era considerada una niña muy piadosa y sus padres fomentaban esta piedad mediante la lectura de libros apropiados, especialmente sobre la veneración de María y las historias de los santos.
A los dieciséis años, su padre la envió al convento de las agustinas de Ávila para que continuara su formación. Sin embargo, tuvo que abandonarlo a los dieciocho meses por motivos de salud.
El 2 de noviembre de 1535, Teresa ingresó en el convento de las Carmelitas de la Encarnación de Ávila, donde vivían 140 monjas en aquella época. Exactamente un año después recibió el hábito y, un año más tarde, hizo los votos. Tras recibir el hábito, sintió una dicha interior que no la abandonaría jamás.
Las enfermedades estuvieron presentes a lo largo de toda su vida. Por intercesión de san José, fue curada de una enfermedad particularmente grave.
Teresa descubrió la oración interior y comenzó a practicarla, probablemente gracias a los escritos del padre franciscano Francisco de Osuna. Sin embargo, su vida en el convento aún no estaba completamente centrada en Dios. Ella misma lo describe así: «Pues ya andaba mi alma cansada y, aunque quería, no le dejaban descansar las ruines costumbres que tenía».
Fue entonces cuando el Señor le concedió una conversión más profunda en el camino que ya había emprendido. Ella atestigua:
«Acaecióme que, entrando un día en el oratorio, vi una imagen que habían traído allá a guardar, que se había buscado para cierta fiesta que se hacía en casa. Era de Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que sufrió por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía, y arrojéme cabe Él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle» (El Libro de la Vida, capítulo 9).
A raíz de esta conversión, la vida de la santa experimentó un profundo cambio que fue notorio para las personas de su entorno. Pasó de ser una religiosa preocupada ante todo por su propia salvación a ser una guía empeñada en la salvación de los demás. Bajo el influjo de Dios, se fue esculpiendo cada vez más esa Santa Teresa cuyo testimonio de vida y cuyas enseñanzas siguen siendo una lumbrera hasta el día de hoy para quienes buscan el camino espiritual.
En el transcurso de su transformación interior, recibió del Señor el encargo de fundar un convento.
«Habiendo un día comulgado, mandóme mucho Su Majestad lo procurase con todas mis fuerzas, haciéndome grandes promesas de que no se dejaría de hacer el monasterio, y que se serviría mucho en él, y que se llamase San José, y que a la una puerta nos guardaría él y nuestra Señora la otra, y que Cristo andaría con nosotras, y que sería una estrella que diese de sí gran resplandor…» (V 32,11).
Hoy podemos ver con gratitud las numerosas fundaciones monásticas impulsadas por ella, y esperamos que no se dejen contaminar por el espíritu modernista que ya ha infectado a muchos monasterios. ¡Que los porteros que Santa Teresa vio en su visión sigan custodiando el Carmelo!
No podemos cerrar esta breve presentación de la santa de hoy sin echar al menos un vistazo a su enseñanza espiritual. Probablemente, su libro más conocido es El castillo interior o Las moradas, en el que Santa Teresa describe el camino del alma hacia la unificación con Dios, cuyo trono está establecido en lo más profundo del alma. Fijémonos brevemente en las tres primeras moradas del «castillo del alma»:
La puerta de entrada a la primera morada es la oración y la meditación, donde se aprende a permanecer en presencia de Dios. En esta etapa, el conocimiento de uno mismo y la humildad son importantes acompañantes. Sin embargo, en esta morada todavía hay mucho ruido, es decir, penetran aún los asuntos mundanos, entre los que Teresa señala la avaricia, las preocupaciones, la sed de prestigio, la desmesura y el ajetreo. ¡Esta morada todavía está bastante oscura!
Quien siga el llamado de ir más adentro penetrará en la segunda morada. Aquí tendrá que resistir con perseverancia a las seducciones del mundo y se producirán encarnizados combates. Gracias a la fe y al auxilio de Dios, podrá salir victorioso.
Habiendo entrado en la tercera morada, se deja atrás la dura lucha de la segunda y se puede experimentar el deleite de la vida interior y la oración. Sin embargo, aquí se corre el peligro de esperar recompensas especiales de Dios por haber vencido en las fuertes batallas. Por tanto, hay que tener cuidado con la soberbia espiritual y no pensar que se ha progresado mucho, ya que entonces uno se vuelve incorregible. La humildad será la sabia guía. En esta morada no solo hay que renunciar a los bienes y seducciones mundanos, sino también a exigir recompensa a Dios.
Una vez atravesadas las tres primeras moradas, se habrán sentado los cimientos para que, si Dios lo quiere, pueda comunicar al alma también cosas sobrenaturales. Pero estas deben considerarse siempre un don gratuito y no un mérito. Hablaremos de estas últimas moradas en alguna otra ocasión.
Escúchanos, Dios Salvador nuestro, para que así como nos regocijamos en la festividad de tu santa virgen Teresa, así también seamos alimentados con el sustento de su celestial doctrina e instruidos con el afecto de su piadosa devoción. Por Nuestro Señor Jesucristo.
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Meditación sobre la lectura del día: https://es.elijamission.net/palabras-claras-del-apostol/