Hoy celebramos nuevamente a una de las santas vírgenes que sufrieron el martirio al comienzo de la propagación del cristianismo en el Imperio Romano, convirtiéndose así en semillas para el crecimiento del Reino de Dios. Es admirable ver con qué fe y determinación estas jóvenes permanecieron fieles al Señor, sin dejarse doblegar. No sólo debemos recordarlas e imitar su ejemplo, sino que podemos pedirles concretamente que nos ayuden a permanecer fieles al Señor cuando nosotros mismos suframos calumnias y persecuciones.
Una y otra vez he señalado en mis meditaciones y conferencias que creo que actualmente nuestra fe está siendo amenazada tanto desde fuera como desde dentro. Ciertamente en todas las épocas se ha visto en peligro, pero no podemos pasar por alto que ahora estamos en un tiempo en que la verdad de nuestra fe está siendo atacada globalmente (aunque con distinta intensidad dependiendo de la región). Así, se puede llegar fácilmente a una situación de persecución.
Escuchemos hoy la historia de Santa Martina, cuya memoria estamos celebrando. Su legendaria historia cuenta que era una joven de una noble familia romana y que sufrió el martirio bajo el emperador Alejandro Severo. Tuvo que soportar muchas torturas hasta que finalmente fue decapitada en la primera mitad del siglo III.
Martina, que había sido instruida con sumo cuidado en la fe y vida cristianas, perdió a sus padres a una tierna edad. Por su amor a Cristo, que inflamaba su corazón, repartió con extraordinaria generosidad su gran fortuna entre los pobres e hizo voto de virginidad.
El emperador, decidido a erradicar la “secta de los galileos” –como se llamaba a los cristianos–, hizo todo lo posible por ganarse a Martina, que gozaba de alta estima por su belleza, nobleza y caridad. Incluso prometió elevarla a corregente del Imperio si ofrecía sacrificio a Apolo.
Pero la santa de ningún modo estuvo dispuesta a ello. Cuando el emperador se dio cuenta de que ella resistía a todas las seducciones, intentó doblegarla por la fuerza. Pero Dios fortaleció a Martina. Mientras todos esperaban que ella sacrificara al dios Apolo por orden del emperador, Martina pronunció la siguiente oración:
“¡Oh, Dios y Señor mío! Escucha mi plegaria y destroza este ídolo ciego y mudo, para que el emperador y su pueblo reconozcan que Tú eres el único Dios verdadero, y que a ningún otro dios se puede rendir adoración.”
En ese mismo instante, un terremoto sacudió toda la ciudad: la estatua de Apolo cayó del altar partida en mil pedazos, una parte del templo se derrumbó y sepultó a los sacerdotes idólatras y a muchos de los presentes.
De la misma manera, todos los posteriores intentos de coaccionar a la virgen fueron frustrados por el Señor. Bajo la protección de un ángel, soportó las crueles torturas con tanta alegría que ocho de los verdugos se convirtieron a Cristo y estuvieron dispuestos a padecer ellos mismos el martirio. Su cuerpo sufrió más y más tormentos a manos del cruel tirano. Pero, durante la noche, sus heridas fueron curadas. Se relata que apareció una gran luz en la prisión y que se oyeron rezos y cantos de varias voces.
La leyenda continúa contando que entonces Severo, encolerizado, ordenó que llevaran a Martina al anfiteatro y la arrojaran a las fieras. Él mismo quería ver el “espectáculo”. Martina rezaba, arrodillada en la arena en su deslumbrante belleza. Entonces el león hambriento salió rugiendo de la jaula; pero, como domado por un poder invisible, se echó manso a los pies de la virgen. Luego se levantó, dio un salto furioso por encima de las altas barreras y mató a muchos de los espectadores. El enfurecido emperador atribuyó este milagro a la hechicería de Martina, y mandó que la decapitaran. ¡Sólo la espada pudo matarla!
“Todo es posible para el que cree” (Mc 9,23).
La fe inquebrantable de esta santa se alza ante nosotros como un radiante testimonio, así como también su firmeza ante los halagos del emperador y sus crueles órdenes. Vemos cómo el espíritu de fortaleza llenaba a esta virgen, convirtiéndola en parte de aquella multitud de vencedores que siguieron al Cordero dondequiera que él los llevara (Ap 14,4).
Es precisamente este espíritu de fortaleza el que tanto necesitamos hoy para dar el noble testimonio de la fe en nuestro tiempo como lo hizo Santa Martina en su tiempo. Para ello, es necesario vivir plenamente nuestra fe y no dejarnos infectar por el espíritu del mundo. Necesitamos esta fe como armadura, porque el mismo enemigo que intentó doblegar a Martina también querrá derrotarnos a nosotros de diversas maneras. Sin embargo, el mismo Señor que venció la diabólica soberbia del emperador por medio de esta joven virgen, quiere seguir venciendo hoy a través de los suyos.