Sir 51,1-8
Lectura correspondiente a la memoria de Santa Margarita de Antioquía
Te doy gracias, Rey y Señor; te alabo, oh Dios mi salvador, a tu nombre doy gracias. Pues protector y auxilio has sido para mí, y has rescatado mi cuerpo de la perdición, del lazo de la lengua insidiosa, de los labios que urden mentira;
frente a mis adversarios has sido auxilio y me has rescatado, según la abundancia de tu misericordia y la gloria de tu nombre, de las dentelladas de los dispuestos a devorarme, de la mano de los que trataban de matarme, de las muchas tribulaciones que he sufrido, del ahogo del fuego que me envolvía, de entre el fuego que yo no había encendido, de la hondura de las entrañas del seol, de la lengua impura, de la palabra mentirosa, calumnia de lengua injusta ante el rey. Cerca de la muerte estaba mi alma, mi vida estaba junto al seol, abajo. Por todas partes me asediaban y no había quien auxiliara, volví los ojos a un apoyo humano y no había ninguno. Entonces me acordé de tu misericordia, Señor, y de tu actuación desde la eternidad, que tú levantas a los que en ti esperan, y los salvas de la mano de enemigos.
Muchas leyendas se han formado alrededor de la muerte de Santa Margarita de Antioquía, a quien hoy conmemoramos. En todo caso, haríamos bien en comprender ante todo qué es lo que el Señor quiere decirnos a través del testimonio de los santos. Los santos son estrellas en el cielo de la Iglesia, que resplandecen con claridad y señalan el camino a seguir a los que aún peregrinamos en este mundo. Cada santo en particular es la historia de Dios con una persona concreta, que supo corresponder a su amor.
Así sucedió también con Santa Margarita, cuyo martirio fue el 20 de julio del año 304 en Antioquía. Según relata la Leyenda Dorada, era hija de un sacerdote pagano. Tras la muerte de su madre, fue criada por una nodriza cristiana. Cuando su padre le insinuó las torturas a las que tendría que enfrentarse si no adoraba a los dioses, Margarita le respondió: “Nada podrá arrancar de mi corazón la fe en el único Dios verdadero y en su Hijo Jesucristo. Estoy dispuesta a derramar mi sangre por Jesús, así como también Él dio su vida por mí; y sólo desearía que también tú, padre mío, reconocieras y adoraras al verdadero Dios.”
Entonces su padre la denunció ante el prefecto de la ciudad. Éste se enamoró de la hermosa doncella. Pero, al ser rechazado por ella, se vengó con tormentos aún más grandes, los cuales ella soportó heroicamente. Su firmeza ante las torturas y el milagro de que sus heridas fueron curadas, causó la conversión de cinco mil personas, según cuenta la Leyenda Dorada. Estos nuevos conversos fueron entonces decapitados junto con Margarita.
Ahora, echemos una mirada al santo Profeta Elías, muy venerado en el Orden Carmelita y, sobre todo, en la Iglesia Oriental. El Antiguo Testamento nos relata lo suficiente sobre su testimonio como para comprender la difícil posición que tenía como profeta. Elías anunciaba la Voluntad de Dios y no tuvo miedo de confrontar al propio rey. Lo que hizo en el Monte Carmelo es un brillante ejemplo de su celo por Dios (cf. 1Re 18,20-40).
El verdadero celo por Dios no es de ningún modo extremista; sino que la intención de Elías era llevar de regreso a Dios al Pueblo de Israel, que estaba a punto de seguir a los falsos profetas. Sólo quienes saben –al menos a grandes rasgos– lo que significa que una persona caiga en la trampa del diablo, están dispuestos a llevar a cabo aun los más difíciles encargos de Dios. ¡Elías lo sabía!
Ahora bien: ¿Qué tienen en común Santa Margarita y San Elías? Su amor incondicional a Dios, que los hizo capaces de soportar con la gracia de Dios todas las persecuciones que les sobrevinieron: Margarita en la fuerza e integridad de su virginidad, siendo testigo de la fe verdadera; Elías en su misión como profeta del verdadero Dios. Ambos tuvieron que pasar por los sufrimientos de la amenaza de muerte: en el caso de Margarita, padeciendo concretamente el martirio; en el caso del Profeta Elías, teniendo que huir constantemente de la furia de Jezabel, la esposa del rey Ajab (cf. 1Re 19,1-4).
Nosotros, los cristianos, haríamos bien en considerar a estos santos como nuestros hermanos y ayudantes. Ellos no son solamente lejanos modelos a seguir; sino que son personas vivas, que han alcanzado su meta y cuyo gran deseo es asistir a la Iglesia militante en su caminar. No debemos limitarnos a admirarlos desde lejos y, al mismo tiempo, quizá pensar: “Bueno, ellos fueron santos; pero nosotros nunca lo lograremos.” Ciertamente tanto Margarita como el Profeta Elías nos responderían: “Fue la gracia de Dios la que nos sostuvo. Nunca hubiéramos podido lograrlo por nosotros mismos. ¡También nosotros somos débiles como tú!”
Tal vez nos traerían a la memoria la lectura que hoy escuchamos, en la que se describe lo que sucedió en sus vidas: “Frente a mis adversarios has sido auxilio y me has rescatado, según la abundancia de tu misericordia y la gloria de tu nombre, de las dentelladas de los dispuestos a devorarme, de la mano de los que trataban de matarme.”
Y, sobre todo, insistirían en que “Tú –Señor– levantas a los que en ti esperan, y los salvas de la mano de enemigos.”
¡Ese podría ser su mensaje para nosotros!