Al revisar en el santoral los santos que se celebran el 3 de noviembre, me conmovió particularmente la historia de santa Ida de Toggenburg, una ermitaña del siglo XIII.
Su piadoso padre, el conde Hartmann, la dio en matrimonio al conde Enrique de Toggenburg cuando ella tenía 17 años. Ida se mudó con su esposo a Suiza. Este noble, propietario de muchos castillos y respetado como buen guerrero, tenía un temperamento muy iracundo. Ida, que había sido educada en el temor de Dios y en la virtud, lo soportó con paciencia y mansedumbre. La pareja no pudo tener hijos, por lo que Ida tomó a los pobres como hijos suyos, convirtiéndose en un «ángel de consuelo» para muchas personas en las aldeas y cabañas. Además, se ocupaba de todos los habitantes del castillo y los guiaba hacia una vida piadosa con sus palabras y su ejemplo. Era muy querida por todos.
Parecía que este vida transcurriría en paz, dedicada a la gloria de Dios y a la bendición de los hombres. Pero de repente todo cambió.
Había un hombre en el castillo que abusó de la confianza del conde. Se había fijado en la condesa y, después de que ella lo rechazara rotundamente, intentó seducirla por la fuerza en el bosque. Pero sus gritos de angustia fueron escuchados por un escudero, que la salvó de las manos de ese hombre. Ida, que tenía un gran corazón, le perdonó al verlo aparentemente arrepentido, y le pidió al escudero que guardara silencio sobre el incidente para que el culpable no se viera expuesto a la ira de su marido.
Sin embargo, aquel hombre inicuo, a quien la leyenda llama Dominico, tramaba la desgracia de Ida y el escudero. Logró despertar los celos del conde al afirmar que su esposa sentía preferencia por el escudero. Un día se le presentó la ocasión de exaltar la desmesurada ira del conde. Resulta que un cuervo se había llevado el anillo de boda de Ida y lo había colocado en su nido, en el bosque. El mismo escudero que había salvado a la condesa encontró casualmente el anillo y, sin saber que pertenecía a su señora, se lo puso en el dedo y empezó a enseñárselo a todos. Esta fue la prueba perfecta para que Dominico pudiera convencer al conde de la infidelidad de su esposa. Cuando el conde vio el anillo nupcial de Ida en el dedo del escudero, no pudo contener su ira. Hizo atar a aquel pobre hombre a la cola de un caballo salvaje para que lo arrastrara montaña abajo, mientras que a Ida la arrojó por la ventana desde una altura de 800 pies (unos 250 metros) sobre una gran roca.
Sin embargo, el Señor salvó a Ida y ella sobrevivió. Entonces comenzó una nueva vida. Se retiró a lo más profundo del bosque, donde halló una cueva apropiada para ella. Se alimentaba de lo que encontraba en el bosque y vivía en completa soledad. Sin duda, echaba de menos la Santa Misa, los sermones y los sacramentos en general, pero Dios le concedía su presencia y consuelo de otras formas. Así, llevó durante diecisiete años una vida impregnada de Dios en medio de la naturaleza.
¡Qué giro había dado su vida! Siendo la condesa, querida por todos, había sobrevivido al intento de asesinato de su marido. Ahora, con el alma llena de gratitud, había llegado a sentirse en casa en la soledad con el Señor y era más feliz que nunca.
Transcurridos estos diecisiete años, los perros de un cazador del castillo la rastrearon, y éste la reconoció. El cazador fue rápidamente a comunicar la noticia a su señor. Inicialmente, el conde no le creyó. Su conciencia le había atormentado durante muchos años por el doble asesinato que había cometido, y su alma no encontraba reposo ni de día ni de noche.
Finalmente, el conde se dejó convencer, siguió al cazador y, efectivamente, encontró a su esposa en el bosque. Se postró ante ella y le pidió perdón por amor de Dios. Ella no dudó en concedérselo e incluso le pidió que perdonara a Dominico. Sin embargo, no accedió a la petición del conde de volver con él al castillo, ya que le había prometido al Señor que le serviría en soledad hasta el fin de sus días. No obstante, pidió a su marido que le construyera una pequeña cabaña junto a la capilla dedicada a la Virgen María, en la pradera. El conde estaba triste, pero se sometió a su deseo. Entonces, Ida salió del bosque para vivir en la cabaña, donde siguió sirviendo al Señor con oración, contemplación, ayuno, vigilias nocturnas, etc. Ahora tenía nuevamente la oportunidad de asistir a la Santa Misa, recibir los sacramentos y deleitarse con el canto de los benedictinos del monasterio vecino en Fischingen.
Sin embargo, su fama se había extendido y cada vez eran más las personas que acudían a verla o a pedir su intercesión. Cuando la cantidad de gente que la buscaba aumentó demasiado, Ida pidió a las monjas de Fischingen una celda clausurada, donde pasó sus últimos años en oración y mortificación. En su honor se fundó una cofradía y, hasta el día de hoy, la tumba de Santa Ida se encuentra en la iglesia de Fischingen.
Una vez más, hemos sido testigos de una historia inusual. ¿Qué es lo que más debemos admirar de santa Ida: su paciencia, su disposición a perdonar, su firme decisión de continuar con su vida de ermitaña incluso después de haberse reconciliado con su marido? En realidad, solo podemos maravillarnos de cómo Dios guía la vida de las personas y de lo que puede hacer con ellas. El testimonio de santa Ida está impreso en el corazón de Dios y también de la Iglesia. Desde ya, podemos deleitarnos en ella y pedir su intercesión para que vivamos nuestra vocación, sea cual sea la guía del Señor en nuestra vida. En la eternidad, la conoceremos aún más de cerca y alabaremos a Dios con ella sin cesar.
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Meditación sobre la lectura del día: https://es.elijamission.net/la-sabiduria-de-dios/

