Rom 12,3-13 (Lectura correspondiente a la memoria de San Carlos Borromeo)
En virtud de la misión que me ha sido confiada, debo deciros que no os valoréis más de lo que conviene; tened más bien una sobria autoestima según la medida de la fe que Dios ha otorgado a cada cual. Pues así como nuestro cuerpo, aunque es uno, posee muchos miembros, pero no todos desempeñan la misma función, así también nosotros, aunque somos muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo; los unos somos miembros para los otros. Pero tenemos dones diferentes, según la gracia que Dios nos ha concedido: si es el don de profecía, ejerciéndolo en la medida de nuestra fe; si es el ministerio, sirviendo en el ministerio; si es la enseñanza, enseñando; si es la exhortación, exhortando. El que da, que dé con sencillez; el que preside, que lo haga con esmero; el que ejerce la misericordia, que lo haga con alegría. Que vuestra caridad no sea fingida; detestad el mal y adheríos al bien; amaos cordialmente los unos a los otros, honrando cada uno a los otros más que a sí mismo. Sed diligentes y evitad la negligencia. Servid al Señor con espíritu fervoroso. Alegraos de la esperanza que compartís; no cejéis ante las tribulaciones y sed perseverantes en la oración. Compartid las necesidades de los santos y practicad la hospitalidad.
Si el Señor nos advierte a través de una parábola que no enterremos nuestros talentos, sino que los multipliquemos y los hagamos fructíferos para el Reino de Dios (Mt 25,14-30), en la lectura de hoy el Apóstol nos exhorta a no ir más allá de lo que nos ha sido encomendado. Cuando cada uno de los miembros sirve en su sitio y con los dones que Dios le ha confiado al Cuerpo de Cristo –que es Su Iglesia–, surge una maravillosa armonía. Si nos imaginamos el cielo, podemos hacernos una idea de esta armonía. Allí, los ángeles y los santos ocupan el sitio y la tarea que Dios les asigna, y alaban juntos al Señor en perfecta unidad. No hay envidia ni cosa alguna que perturbe la armonía.
Nuestra vida en la Tierra debería reflejar desde ya esta realidad celestial, aunque aún no podamos experimentar la visión beatífica de Dios ni estemos ya exentos de nuestras manchas. Pero nos corresponde cooperar con la gracia de Dios, para que la vida del Espíritu se haga realidad ya aquí en la Tierra. A ello apuntan las provechosas advertencias del Apóstol de los Gentiles, mostrándonos lo que debemos procurar y evitar para que la armonía no se vea afectada ni obstaculizada por las malas inclinaciones que cargamos como consecuencia del pecado original.
Fijémonos en algunos de sus consejos:
“El que da, que dé con sencillez.”
Se trata de una forma de dar que es pura y muy distinta de aquella costumbre que siempre espera recibir algo a cambio u obtener una ventaja especial por lo que se ha dado. Es la manera de dar de Dios, que por puro amor nos colma de bendiciones. Siguiendo Su ejemplo, hemos de aprender a dar por amor, simplemente porque es bueno y hermoso dar y acrecentar así este amor. Si en nuestro interior aún subsisten otras informaciones u otras intenciones e intereses, nuestro don no tendrá aquella pureza que le hace resplandecer. Si todavía percibimos tales sombras e intereses propios en nosotros, llevémoslos sinceramente ante el Señor, pidiéndole que Él nos purifique y nos enseñe a dar como Él da.
“El que preside, que lo haga con esmero.”
El que ha sido llamado a un cargo de dirigir, que lo ejerza con alegría y solicitud, porque es un honor servir a Dios y a los hombres en esta responsabilidad que le ha sido confiada. Quien tenga un cargo tal, debe estar atento a no ejercerlo con descontento, haciendo sentir a las personas que es para él una carga y un gran esfuerzo. Una y otra vez ha de renovarse en el Espíritu de Dios el fervor por cumplir esta misión. Para ello, nos ayudará ver el incansable amor con que Dios nos acompaña a lo largo de toda nuestra vida. El evangelio que se lee hoy para conmemorar a San Carlos Borromeo, abre un amplio horizonte para los que han recibido el cargo de presidir: “Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas” (Jn 10,11). ¡Aquí encontramos la clave para que nuestras fuerzas puedan ser renovadas una y otra vez! El Señor no solamente es el modelo más brillante; sino que Él mismo da las gracias necesarias a aquel que preside en Su Nombre.
“Detestad el mal y adheríos al bien.”
Nunca podemos acostumbrarnos al mal, aun si se nos presenta tras una máscara y disfrazado. Es propio del diablo simular ser un “ángel de luz” (cf. 2Cor 11,14), para engañar a las personas e incluso hacer pasar el mal por bien. Cuanto más común y natural se nos vuelve el mal y cuanto más nos acostumbremos a él –pensemos, por ejemplo, en el aborto–, tanto más se va desvaneciendo el horror hacia las abominaciones. Pero esto no debe suceder, porque siempre debemos saber distinguir claramente entre lo que es malo y lo que es bueno. Al adherirnos al bien y esforzarnos por practicarlo, creceremos en el amor. Puesto que “sólo Dios es bueno” –como nos aclara Jesús (Lc 18,19)–, las buenas obras nos harán cada vez más partícipes del modo de ser y actuar de Dios mismo. En otras palabras, todo el bien que hagamos aumentará en nosotros la gracia de Dios.