Sanación interior en Dios (Parte III)

El perdón

Gracias al don de la fe, se despierta en el hombre la consciencia de su destinación eterna. La Palabra de Dios lo alimenta día a día, ilumina su entendimiento y ahuyenta las tinieblas de la ignorancia y el error.

Pero para que esto surta efecto en lo más profundo de su ser, es necesario que sus culpas hayan sido perdonadas, ya que constituyen un peso en su vida y oscurecen su relación con Dios.

A través de la Muerte y Resurrección de su Hijo, Dios ofrece al hombre el perdón de sus culpas. ¡Es un acto de infinito amor y misericordia, en el que Dios mismo asume las culpas de la humanidad para levantar al hombre caído!

Al recibir el perdón, nos encontramos con Dios como un Padre amantísimo que no solo absuelve las pequeñas faltas, sino también los pecados más graves. El hombre, apesadumbrado por la culpa, puede volverse a levantar y aprende a respirar con libertad.

Precisamente la experiencia de un Dios amoroso que perdona ha de cambiar la imagen errónea que a menudo tenemos de Dios. Así, podemos perder el miedo a Él y recuperar la confianza en nuestro Padre.

De hecho, la pérdida de la confianza en Dios es uno de los grandes problemas del hombre, que le impide vivir sanamente. La persona se encierra tensa en sí misma, edificando murallas y corazas innecesarias alrededor de su alma. No se trata aquí de la prudente resistencia contra las fuerzas enemigas de todo tipo, que es necesaria mientras vivamos en este mundo, sino de bloqueos inconscientes que mantienen al alma cerrada e impiden que la luz de Dios penetre en ella.

Con la experiencia del perdón, aumenta la responsabilidad de la persona. Se vuelve más consciente de la fuerza destructiva del pecado y, al mismo tiempo, conoce más a fondo la misericordia de Dios. Le queda cada vez más claro que, al pecar, está rechazando el amor de Dios y, por ello, busca refugio en el sacramento de la penitencia con mayor humildad y contrición. El perdón que recibe allí lo experimenta como una liberación y un fortalecimiento inmerecidos. Y esto, a su vez, despierta en su corazón una enorme gratitud que le lleva a evitar con más cuidado el pecado y a aspirar todo aquello que agrada a Dios.

Así, comienza un proceso de sanación más profunda, ya que la persona asume responsabilidad en el sentido metafísico, es decir, la plena responsabilidad de su vida frente a Dios. Comprende con compunción que cada pecado afecta a la relación de amor con su Padre misericordioso y repercute tanto en su propia alma como en su capacidad de amar a otras personas. Por otro lado, le queda cada vez más claro que el camino de la santidad acrecienta la luz de Dios en ella.

Así, el hombre va despertando cada vez más a la vocación que Dios le ha concedido, y en ella encuentra una profunda paz. La relación con Dios, que se ha activado, se convierte en lo esencial de la vida y va disminuyendo la tendencia del alma a la dispersión y a las cosas pasajeras.

Entonces, la persona se enfrenta con mayor consciencia a la vida con todos sus retos. El alma ve más allá de sí misma y tiene en cuenta a todas las personas que aún no conocen a Dios y que a menudo viven en pecado.

Esta realidad le duele, pero el conocimiento de la misericordia de Dios y de su deseo de perdonar se convierte en motivación para anunciar el Evangelio a los demás. Cuanto más perciba el alma su propia inclinación al pecado y su debilidad, y cuanto más comprenda la búsqueda amorosa de Dios por sus hijos, mayor se tornará la urgencia de evangelizar.

Al mismo tiempo, el perdón que el alma ha recibido de Dios se convierte en una santa obligación de perdonar, a su vez, a las demás personas. Si Dios, mediante el sacrificio de su Hijo, anuló la deuda que nos condenaba (cf. Col 2, 14), también nosotros hemos de perdonar a quienes están en deuda con nosotros.

¡Y en este punto se produce otro avance en la sanación del alma!

Por una parte, logra salir del estado de acusación contra otra persona, una acusación que termina atándola de forma negativa a su deudor. Así, no solo nos liberamos de aquella carga que llevamos por nuestro alejamiento de Dios, sino que también nos liberamos de la atadura a un espíritu de acusación que nos roba la libertad y esparce una y otra vez su veneno en nuestra alma.

Por otra parte, al perdonar, le abrimos a la otra persona las puertas hacia la libertad y le quitamos la carga que, por nuestra acusación, aún la mantiene atada a nosotros. Así se vuelve posible sanar la relación interpersonal, pues donde hay culpas sin perdonar y acusaciones, no puede haber la libertad necesaria ni producirse una sanación más profunda del alma.

Vemos, pues, que Dios, al sanar nuestra alma, también tiene en vista a las demás personas, porque el hombre no vive solo y el amor y el perdón del Señor han de ser anunciados a toda la humanidad.

Así como Dios ama a los suyos, también nosotros hemos de amar a los demás (cf. Jn 13, 34). Por tanto, Dios concede la gracia de aprender a amar como Él ama al alma que se abre a la fe y empieza así el proceso de sanación.

El perdón de Dios, que nos hace capaces de perdonar también a los demás, es clave para la sanación del alma y es un mensaje salvífico para toda la humanidad.

¡Dios quiere perdonar! ¡Él no lleva cuentas de los pecados de los hombres; ni quiere que sus hijos estén a merced de las tinieblas del pecado! ¡Dios quiere sanarlos!

¡El corazón de Dios está ampliamente abierto para nosotros! Con confianza podemos acudir a Él y recibir su perdón.

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