St 1,12-18
¡Dichoso el hombre que soporta la prueba!, porque, una vez superada ésta, recibirá la corona de la vida que ha prometido el Señor a los que le aman. Que nadie, cuando sea probado, diga: “Es Dios quien me prueba”, porque Dios ni es probado por el mal ni prueba a nadie. Más bien cada uno es probado, arrastrado y seducido por su propia concupiscencia. Y una vez que la concupiscencia ha concebido, da a luz al pecado; y el pecado, una vez consumado, engendra muerte. No os engañéis, hermanos míos queridos: toda dádiva buena y todo don perfecto que recibimos viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, en quien no hay cambio ni fase de sombra. Nos engendró por su propia voluntad, con palabra de verdad, para que fuésemos las primicias de sus criaturas.
La lectura de hoy aborda el gran tema de las tentaciones. La intención del Apóstol Santiago es, en primera instancia, disipar todas las falsas imágenes que se pueda tener de Dios.
Dios no tienta; Él jamás quiere hacer daño al hombre. Pero este mundo ha sido oscurecido por el pecado y vive alejado de Dios. Ahora, el Señor se vale de estas circunstancias, permitiendo las tentaciones como pruebas. Todos los que confían en Él, asistidos por la gracia de Dios, serán conducidos a través de las tentaciones a una mayor fe y santidad.
Entonces, hay una gran diferencia entre decir que Dios conduce a la tentación o que permite la tentación. En los textos del Antiguo Testamento, a veces no queda muy clara esta diferenciación. Hay que distinguir entre la voluntad activa de Dios, que siempre está dirigida al bien (“No os engañéis, hermanos míos queridos: toda dádiva buena y todo don perfecto que recibimos viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, en quien no hay cambio ni fase de sombra”); y su voluntad permisiva, que es aquello que Dios permite que suceda, como por ejemplo las tentaciones.
En la lectura de hoy, el Apóstol Santiago insiste en que las tentaciones proceden de nosotros mismos, de nuestra concupiscencia. Cuando no la vencemos, la concupiscencia “da a luz al pecado”, y éste engendra la muerte espiritual. Esto es lo que llamamos una “vida de pecado”.
Las advertencias de Santiago han de empujarnos a tomar en serio la lucha contra el pecado, sin desfallecer; y a equiparnos con todos los medios espirituales que nos sirvan para resistir. ¡No en vano el Señor nos promete la corona de la victoria, pues al resistir al pecado le estamos mostrando nuestra fidelidad! De hecho, ésta es la motivación más profunda en este combate, porque el pecado puede mostrarse tan seductor a los sentidos que verdaderamente cuesta esfuerzo recordar que al Señor no le agrada. En tales momentos, debemos simplemente aferrarnos a Dios y demostrarle así nuestro gran amor.
También los pecados veniales y las imperfecciones voluntarias son obstáculos para crecer en el camino de seguimiento de Cristo.
Supongamos, por ejemplo, que tengo la costumbre de ser poco amable en ciertas circunstancias, y me dejo llevar por el mal genio. Aunque después lo lamento, no me esfuerzo lo suficiente por cambiar y mejorar esta actitud. De esta forma, estoy impidiendo el crecimiento en el amor, porque la amabilidad, en toda su grandeza, es un fruto del Espíritu Santo.
Otro ejemplo: Supongamos que me entretengo mucho tiempo en lo mundano, más allá de los sanos y legítimos momentos de recreación. En realidad, sé que no debería dedicarme tanto al internet y a otras formas de comunicación innecesaria. Sé que ese tiempo podría aprovecharlo mejor, dedicándoselo al Señor o haciendo un trabajo que valga la pena. Pero mi curiosidad no permite el cambio, y yo mismo tampoco tengo la suficiente voluntad, porque se me ha hecho costumbre y, de alguna manera, busco –o por lo menos permito– la distracción.
Es evidente que este tipo de hábitos arraigados impiden que se desarrollen ciertas dimensiones en el seguimiento de Cristo, pues éstas se ven frenadas por nuestras imperfecciones voluntarias.
Podríamos poner muchos ejemplos más, también de la vida comunitaria, como cuando uno se toma ciertas “libertades”, que no están previstas ni han sido previamente acordadas. Estas supuestas “libertades” terminan convirtiéndose en cadenas, que no nos dejan avanzar.
Sin caer en escrúpulos, deberíamos aceptar el reto que nos presenta la lectura de hoy y aprovechar el Tiempo de Cuaresma que ya se acerca para ordenar y examinar nuevamente nuestra vida espiritual. Esto puede ser muy útil para alcanzar la meta de toda vida espiritual: ¡crecer en el amor a Dios y a las personas!