1Cor 3,18-23
¡Que nadie se engañe! Si alguno de vosotros se cree sabio según los criterios de este mundo, mejor es que se vuelva necio, para llegar a ser sabio. Pensad que, para Dios, la sabiduría de este mundo no es más que necedad. En efecto, dice la Escritura: “El que enreda a los sabios en su propia astucia.” Y también: “El Señor conoce cuán vanos son los pensamientos de los sabios”. Así que nadie se gloríe en las personas, pues todo es vuestro; ya sea Pablo, Apolo, Cefas, el mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro…, todo es vuestro. Y vosotros sois de Cristo, y Cristo, de Dios.
En las primeras palabras de esta lectura, San Pablo nos da una importante indicación, con la que introduce sus posteriores reflexiones: “¡Que nadie se engañe!” –nos dice. ¡Éste es, en efecto, un tema muy importante para la vida espiritual!
A continuación, San Pablo nos habla sobre los “sabios de este mundo”, cuyos pensamientos son vanos. Resulta que aquellos que se tienen por sabios o inteligentes, y que, en consecuencia, se creen superiores a los demás, están atrapados en una ilusión con respecto a sí mismos y se han convertido en víctimas de su vanidad, que es una forma de auto-ensalzarse. Están en peligro de embriagarse con sus propios razonamientos, y se creen tanto más inteligentes cuanto más complicada sea su forma de expresarse. Edifican un ilusorio valor de sí mismos sobre su aparente sabiduría, y creen descubrir su propia grandeza en su inteligencia.
¡Qué auto-engaño tan tremendo! Se puede incluso pasar toda una vida sumergido en esta ilusión… Ahora bien, el autoengaño no se limita al campo de la inteligencia, sino que es un mal en el que no pocas personas caen en diversos ámbitos. Aquí entra en juego un tema que frecuentemente tocamos en las meditaciones diarias: el conocimiento de sí mismo y el humilde reconocimiento de la propia culpa, de los errores y de las limitaciones, sabiendo que nos encontramos ante un Dios amoroso y misericordioso.
En este contexto, resulta particularmente importante hacer énfasis en que tenemos un Dios amoroso y misericordioso, porque no pocas veces existe aún una imagen falsa, desfigurada o imperfecta de Dios, de manera que la persona no se atreve a desvelar sus últimas profundidades ni es capaz de percibir sus sombras para llevarlas ante Dios. Así, está en peligro de reprimir su propia oscuridad y vivir así en una falsa imagen de sí misma, que corresponde a lo que desearía ser o a cómo cree que tendría que ser.
De esta manera, se genera en su ser algo artificial y forzado, y la persona vive en una forma de autoengaño. Esta imagen ilusoria que tiene de sí misma se irá consolidando, y, mientras no encuentre una salida de este autoengaño, carecerá de un sano realismo y no sabrá conocerse a sí misma. Es evidente que, en tales circunstancias, difícilmente se puede hacer una equilibrada apreciación de las otras personas, y se cae en el extremo de idealizarlas o, por el contrario, despreciarlas cuando no han correspondido a este ideal.
Pero bajo el influjo del Espíritu Santo puede disolverse cualquier forma de autoengaño. Podemos pedirle a Dios que nos enseñe a vernos y percibirnos a nosotros mismos en su luz. Precisamente la invitación a acercarnos a Dios tal como somos –y no como creemos que deberíamos ser– es una salida de esta prisión interior, dejando atrás los fingimientos y las ilusiones que tenemos respecto a nosotros mismos.
Podemos alcanzar la verdadera sabiduría cuando aprendemos a contemplarlo todo desde la perspectiva de Dios, cuando todo lo obtenemos de sus manos, cuando no nos idealizamos ni a nosotros mismos ni a otros, cuando nos atrevemos a ser sencillamente hijos de Dios y procuramos comprender el mundo y a nosotros mismos con la mirada puesta en Él.
Es bien posible que nuestra primera reacción sea: “No sé si vivo en un autoengaño”. Quizá incluso nos asuste la idea de que podría ser así. En efecto, la Sagrada Escritura nos dice: “¿Quién conoce sus propios errores?” (Sal 19,13) Esto significa que a menudo somos ciegos frente a nosotros mismos. Por eso, quiero recalcar en este punto la ayuda que el Espíritu Santo nos ofrece. Él nos conoce, y –siempre que se lo pidamos y le permitamos actuar–nos irá sacando con inagotable paciencia de toda ilusión respecto a nosotros mismos, de toda prisión interior… Paso a paso, el Espíritu Santo irá removiendo las falsas imágenes que tenemos de nosotros mismos, para que nos convirtamos cada vez más en aquello que el Señor dispuso que fuésemos. Esto trae una gran libertad interior, porque reconoceremos que todo lo bueno en nosotros viene de Dios.
A quien quiera profundizar en este tema tan importante, le recomiendo escuchar esta conferencia sobre el conocimiento de sí mismo: https://www.youtube.com/watch?v=i9QDNBvER3I&t=530s