Ef 3,14-19 (Lectura correspondiente a la memoria de San Juan Eudes)
Así que doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toca familia en el cielo y en la tierra, para que, en virtud de su gloriosa riqueza, os conceda fortaleza interior mediante la acción de su Espíritu, y haga que Cristo habite por la fe en vuestros corazones. Y que de este modo, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conozcáis el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento. Y que así os llenéis de toda la plenitud de Dios.
Una y otra vez, a los cristianos se nos exhorta a ocupar en nuestra vida el sitio específico que Dios nos ha asignado. Una de las fuentes que nos ayudará a no desfallecer en nuestro celo apostólico es la Palabra de Dios.
En la lectura de hoy, San Pablo pide que Dios “en virtud de su gloriosa riqueza, conceda fortaleza interior mediante la acción de su Espíritu” a la comunidad de Éfeso. Es esto lo que necesitamos como requisito indispensable para dar testimonio de Cristo en este mundo, y particularmente en estos tiempos de tanta confusión. La presencia de Cristo ha de crecer, y para ello precisa ser alimentada e interiorizada cada vez más. En la medida en que el amor se acrecienta en nosotros, crece también nuestro conocimiento de Cristo, pues el amor es la motivación de todo cuanto Él realiza. Y no se trata de un amor humano; sino del amor divino y sobrenatural que ha sido derramado en nuestros corazones a través de su Espíritu (Rom 5,5). Es por eso que la relación íntima con el Espíritu Santo es la clave para el crecimiento espiritual.
Pero, ¿cómo podemos encontrarnos más profundamente con el Espíritu Santo? En primer lugar, siempre es necesario invocar su presencia. De hecho, el Espíritu Santo ha sido enviado a nuestros corazones y, por tanto, habita en nosotros. Él está presente en nuestro interior como una luz que, por una parte, nos ayuda a descubrir la Voluntad de Dios; y, por otra parte, nos hace capaces de cumplirla. Así, la guía interior del Espíritu Santo puede convertírsenos en algo natural y fundamental en nuestra vida. Empezamos a comprender cada vez mejor su forma de obrar.
Es propio del Espíritu Santo actuar con mucha delicadeza. En el Antiguo Testamento tenemos un hermoso pasaje que muestra esta suavidad: “Le dijo [Dios a Elías]: ‘Sal y permanece de pie en el monte ante Yahvé.’ Entonces Yahvé pasó, y hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebraba las rocas a su paso. Pero en el huracán no estaba Yahvé. Después del huracán, un terremoto. Pero en el terremoto no estaba Yahvé. Después del terremoto, fuego. Pero en el fuego no estaba Yahvé. Después del fuego, el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, enfundó su rostro con el manto, salió y se mantuvo en pie a la entrada de la cueva.” (1Re 19,11-13a)
Por tanto, el actuar del Espíritu en nuestro interior es más bien delicado, advirtiendo y mostrando; en lugar de arrebatarnos con ruido y fuertes experiencias sensibles. Su influencia se dirige más a nuestro espíritu que a nuestra naturaleza sensitiva. En ese sentido, la obra del Espíritu en nuestro interior es distinta a la que realiza, por ejemplo, a través de los dones carismáticos. En estos últimos, el Espíritu actúa sobre los sentidos y toca las emociones humanas, que bajo su influjo se expresan, por ejemplo, en las alabanzas.
Por tanto, para percibir la guía interior del Espíritu Santo se requiere más del silencio y a veces de la soledad, de un buen don de discernimiento y de una delicada percepción para captar cómo el Espíritu nos instruye y fortalece, y para familiarizarnos con su forma de actuar.
La lectura de hoy nos invita a llenarnos de la plenitud de Dios, para que “a Él sea dada la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones por los siglos de los siglos” (Ef 3,21). Se nos llama, pues, a vivir para la glorificación de Dios. ¡El Espíritu Santo será en ello un guía infalible!