2Tes 2,16–3,5
Que nuestro Señor Jesucristo, y Dios nuestro Padre, que nos amó y gratuitamente nos concedió un consuelo eterno y una feliz esperanza, consuele vuestros corazones y los afiance en toda obra y palabra buena. Por lo demás, hermanos, orad por nosotros para que la palabra del Señor avance con rapidez y alcance la gloria, como ya sucede entre vosotros, y para que nos libremos de los hombres perversos y malvados: pues no todos tienen fe. Pero el Señor sí que es fiel y Él os mantendrá firmes y os guardará del Maligno. En cuanto a vosotros, tenemos la confianza en el Señor de que cumplís y que seguiréis cumpliendo lo que os ordenamos. Que el Señor dirija vuestros corazones hacia el amor de Dios y la paciencia de Cristo.
De la lectura de hoy queremos centrarnos en las palabras que nos exhortan a orar por la expansión de la Palabra del Señor. Por desgracia tenemos que constatar que en muchas partes del mundo el anuncio del Evangelio se está debilitando más y más. Y si el anuncio de la Palabra de Dios ya no interpela a las personas ni las llama a la conversión, si no las instruye ni les da orientación, pierde su fuerza. Entonces existe un creciente peligro de que se aproveche de la Palabra para, en lugar de corregir el estado en que se encuentra el mundo, validarlo. Pero entonces, ¿quién abrazará la fe? Se abusa de la santa Palabra de Dios para reducirla a una palabra meramente humana, que incluso puede convertirse en un obstáculo para que Él pueda hablarnos y que no nos conduce a Él.
Nosotros, como personas de fe, no debemos cerrar los ojos ni pasar por alto la malsana adaptación al espíritu del mundo que está teniendo lugar en nuestra Iglesia. Se trata, en efecto, de un gran peligro para la expansión del Evangelio. Si no se aplica lo suficiente el espíritu de discernimiento, se corre el riesgo de adaptarse a la mentalidad del mundo, debilitando así de forma considerable el impacto de la Palabra de Dios.
Hoy en día nos enfrentamos al creciente peligro de que, siguiendo las tendencias modernistas que desde hace un buen tiempo se han hecho presentes en la Iglesia, ya no sea Ella la que penetre este mundo como la levadura a la masa, sino que se deje impregnar por el mundo, con sus frecuentes desviaciones de la verdad. No obstante, tales tendencias son totalmente contrarias a las enseñanzas de la Sagrada Escritura: “No os amoldéis a este mundo, sino, por el contrario, transformaos con una renovación de la mente, para que podáis discernir cuál es la voluntad de Dios” (Rom 12,2).
Tomemos como ejemplo una afirmación esencial del Evangelio, que nos hace ver con toda claridad cuál es la misión de la Iglesia, para la cual el Señor envió a sus discípulos al mundo entero a anunciar precisamente este mensaje a todos los hombres: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6).
¡Nadie puede cambiar estas palabras del Señor! Son tan esenciales que todo lo demás debe regirse conforme a ellas. Si se relativizaran estas palabras, se estaría adulterando la Palabra de Dios y privando a las personas de la salvación que se les ofrece en la Persona de Cristo.
Cuando entramos en diálogo con personas no creyentes, estamos llamados a intentar anunciarles el mensaje de la salvación en la sabiduría del Señor. ¡Podemos contar con la ayuda del Espíritu Santo en esto!
Cuando las personas están atrapadas en ciertas ideologías, nuestra misión para con ellas es la misma, además de que tal vez podamos hacerles ver los errores en los que han caído.
Cuando nos encontramos con personas de otras religiones, podemos intentar reconocer aquello que ya ha sido tocado por el Espíritu de Dios en sus vidas, y encontrar un enganche que pueda servirnos de punto de partida para transmitirles el Evangelio. Sin embargo, caeríamos en un gran engaño si empezaríamos a creer que todas las religiones por sí mismas son un camino que conduce a Dios.
La Palabra de Dios, así como la auténtica doctrina de la Iglesia, nos preservan de tales errores que, a nivel objetivo, si no se corrigen, pueden desembocar en una traición a la verdadera fe. Toda persona está invitada a conocer el camino de Dios; y nosotros, los fieles, hemos recibido el encargo del Señor de dárselo a conocer de todas las maneras posibles. ¡Nadie puede cambiar esto!
Si queremos tomarnos a pecho la exhortación que San Pablo dirige a la comunidad de Tesalónica, pidiéndoles que oren para que la Palabra del Señor avance con rapidez, deberíamos hoy en día añadir y poner énfasis en que les sea anunciada a los hombres la Palabra de Dios sin adulteraciones y en todo su significado y dimensión.