Hb 10,19-25
Tenemos, pues, hermanos, plena confianza para entrar en el santuario gracias a la sangre de Jesús, siguiendo este camino nuevo y vivo que él inauguró para nosotros a través de la cortina, es decir, de su cuerpo. Tenemos un sacerdote excelso al frente de la casa de Dios.
Acerquémonos con un corazón sincero y una fe madura, purificados los corazones de mala conciencia y lavado el cuerpo con agua pura. Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la Promesa. Estemos pendientes unos de otros para estimularnos a la caridad y a las buenas obras, sin abandonar nuestras asambleas, como algunos acostumbran a hacerlo; antes bien, animaos unos a otros, tanto más cuanto que veis que se acerca ya el Día.
Las advertencias y exhortaciones del Apóstol deben ser acatadas. Siguen vigentes hoy en día, aun si los tiempos son distintos. En el seguimiento del Señor, hay indicaciones que no están sujetas a una época determinada. Una de ellas es la de estar pendientes los unos de los otros y estimularnos mutuamente a la caridad y a las buenas obras.
Ciertamente el propio ejemplo es lo más convincente y siempre llega a las personas. Pero más allá de eso, podemos siempre intentar optar por el camino del amor más grande, ya sea en una conversación o en el trabajo, y aplicarlo concretamente.
Se trata de una decisión fundamental que uno debería tomar por el amor, y, a partir de esta decisión, todo estará cada vez más marcado por el amor.
En un determinado momento de su vida, Santa Teresa de Ávila tomó la heroica decisión de escoger de entre todas las posibilidades siempre la más perfecta. De acuerdo a lo que podemos leer en sus escritos, ella puso todo de su parte para poner en práctica esta decisión. Y fue su colaborador en la reforma del Carmelo, San Juan de la Cruz, quien nos dijo: “Al atardecer de la vida seremos juzgados en el amor”. Y nuestro excelente maestro, el Apóstol San Pablo, calificó al amor como el mayor de los dones del Espíritu (cf. 1Cor 13,13).
Entonces, si tomamos la decisión de ordenarlo todo conforme al criterio del amor, nuestra vida cambiará y nuestro trato con el otro adquirirá aquel sabor que es propio del verdadero amor. Será un trato más suave, más pacífico, lo cual, por cierto, no debe confundirse con debilidad o blandura. San Francisco de Sales, de quien habíamos hablado hace algunos días, decía que es más fácil ganarse a las personas con miel que con hierbas amargas. Ciertamente se refería a la suavidad en el trato…
En el pasaje que hoy hemos escuchado de la Carta a los Hebreos, vemos que el Apóstol recurre a términos positivos, como, por ejemplo, estimular a las buenas obras, participar de las asambleas, animarnos unos a otros… Tales exhortaciones para el trato con los demás les animarán, les mostrarán una perspectiva, les motivarán a hacer el bien y les ayudarán a salir del ámbito de una constante crítica.
Por supuesto que también la corrección fraterna hace parte de este amor, especialmente cuando el hermano ha emprendido un rumbo equivocado o está en peligro de hacerlo. ¡Y es que lo que está en juego aquí es el supremo bien! Pero, también en este caso, es importante tratar a la persona con este amor, que está siempre a favor del otro y quiere su salvación. La corrección no debe proceder de ese veneno corrosivo que juzga o rechaza a la persona.
Esto significa que debemos trabajar en nuestro propio corazón y no cansarnos de pedir un corazón nuevo (cf. Sal 50,12). La unión interior con el Espíritu Santo nos ayudará a que nuestra decisión por el amor no esté basada únicamente en reflexiones y propósitos de la voluntad (aunque también esto sea sumamente loable), sino que sepamos percibir su constante inspiración hacia el amor y la verdad, y dejarnos corregir interiormente por Él.
Un paso que nos ayudaría a sostener esta decisión por el amor, sería realizar un examen de conciencia al culminar el día: ¿He correspondido hoy al llamado del amor? ¿Cómo puedo hacerlo aún mejor? Si nos planteamos sinceramente estos cuestionamientos, el Espíritu de Dios podrá instruirnos cada vez más.