Lc 5,33-39
En aquel tiempo, los fariseos y escribas le dijeron a Jesús: “Los discípulos de Juan ayunan frecuentemente y recitan oraciones, igual que los de los fariseos, pero los tuyos no se privan de comer y beber.” Jesús respondió: “¿Podéis acaso hacer ayunar a los invitados a la boda mientras el novio está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado; entonces ayunarán, cuando lleguen esos días.” Les dijo también una parábola: “Nadie rompe un vestido nuevo para echar un remiendo a uno viejo, porque, si lo hace, desgarraría el nuevo, y al viejo no le iría el remiendo del nuevo. Nadie echa tampoco vino nuevo en odres viejos; porque, si lo hace, el vino nuevo reventaría los odres, el vino se derramaría y los odres se echarían a perder. Hay que echar el vino nuevo en odres nuevos. Nadie, después de beber el vino añejo, quiere del nuevo, porque dirá: El añejo es el bueno.”
“Con nuestras privaciones voluntarias nos enseñas a reconocer y agradecer tus dones (…) y a repartir nuestros bienes con los necesitados, imitando así tu generosidad” –exclama la Iglesia en uno de los bellos prefacios de la Cuaresma.
El ayuno es, sin duda, una muy loable y recomendable práctica ascética, que favorece el desarrollo de la vida espiritual. Lamentablemente hoy en día está cayendo en olvido, al igual que muchas otras prácticas espirituales importantes. Por supuesto que también la oración es de gran provecho, y de ninguna manera el Señor está poniendo en tela de duda estas prácticas.
Jesús solamente indica que, con su Venida al mundo, ha llegado la plenitud de los tiempos. El ayuno hace parte de nuestra peregrinación en la Tierra, mientras aún estamos de camino para llegar al Reino de Dios. Sin embargo, mientras el Señor mismo se encuentra en este mundo y anuncia junto a sus discípulos el Reino de los Cielos, es el Esposo mismo quien está entre los hombres. ¡Ya no tienen que seguir esperando! ¡Él ha llegado! ¡Es tiempo de boda!
Pero el Esposo no permanece para siempre en la tierra. Él retorna donde su Padre; no para dejarnos abandonados sino para prepararnos las moradas en la eternidad (cf. Jn 14,2).
Todavía no ha llegado el tiempo de la consumación y del gozo que no tiene fin; todavía estamos en el tiempo de sufrimiento y tentación; tiempo de combate. Al Diablo aún le es permitido atribular a los hombres. El Reino de Dios aún ha de concretizarse en la Tierra y nosotros todavía tenemos que demostrar nuestra fidelidad…
Es por eso que estamos todavía en tiempo de ayuno, que nos recuerda la Pasión de Nuestro Señor, nos fortalece para el combate espiritual, nos enseña a refrenar nuestros sentidos y abre nuestro corazón para los pobres.
¡Pero en Jesús resplandece ya sobre nosotros la luz de la eternidad!
La obra de la Redención requiere de nuevos caminos. Los caminos previos habían servido como preparación hasta el Advenimiento del Mesías. La ley fue como un pedagogo hasta que llegase Cristo (cf. Gal 3,24). Pero ahora, con la venida del Mesías y la Redención que Él nos concede, ha llegado el vino nuevo, que requiere también de odres nuevos. El evangelio ha de llegar a todos los pueblos. Los odres no pueden ser demasiado estrechos; no sea que revienten y el vino se eche a perder. Por otra parte, tampoco pueden ser porosos, sino que han de ser estables y duraderos.
A la Iglesia le ha sido confiada la gran obra del Señor. La fidelidad con que ha de custodiar el tesoro recibido, va de la mano con la apertura para los nuevos caminos de anunciar el evangelio en este tiempo. Sin embargo, es erróneo creer que el evangelio debe acoplarse a lo contemporáneo y a su mentalidad. No es el espíritu del mundo quien ha de penetrar en la Iglesia, porque envenenaría el vino. Antes bien, es el Espíritu Santo quien debe impregnar el mundo. ¡Ésta es la gran transformación que ha de suceder, si queremos que el Reino de Dios se expanda!
Si la Iglesia se adapta al mundo, se proliferaría en ella el Reino del mundo caído; es decir, aquellos reinos que el Diablo le prometió a Jesús cuando lo tentó en el desierto (cf. Mt 4,8-9). Y si el espíritu del mundo impregnase el pensar de la Iglesia, entonces el peligro sería que ya no se contemple y discierna la realidad a la luz de Dios; sino que el punto de partida sería el mundo con sus criterios. Así, la confusión se acrecentaría cada vez más. Lamentablemente hay que constatar que, en ocasiones, la Iglesia no aplica lo suficiente el espíritu de discernimiento, para distinguir la luz de las tinieblas.