Lo mejor que podemos darle a nuestro Padre es nuestro amor sincero. Recordemos que Jesús nos dijo: “El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama” (Jn 14,21). He aquí la respuesta constante y necesaria para que el amor de Dios no sólo tenga que salir en nuestra busca, sino que además pueda impregnarnos. Mientras no vivamos de acuerdo a los mandamientos, Dios llamará a la puerta de nuestro corazón para que lo dejemos entrar. Si le abrimos la puerta, el Padre junto con el Hijo y el Espíritu Santo vendrán a poner su morada en nosotros (cf. Jn 14,23).
El Padre establece su trono en nuestro corazón sobre todo a través de la maravillosa presencia del Espíritu Santo en nosotros. En efecto, el Espíritu Santo es el amor entre el Padre y el Hijo que ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rom 5,5).
Si Dios ve que nos esforzamos por escucharle y cumplir su Voluntad, puede comenzar una íntima amistad. Así, puede instruirnos cada vez más sutilmente y su amor puede modelarnos más y más a imagen de su Hijo. Esta transformación sucede particularmente a través de las mociones e invitaciones del Espíritu Santo, que no suele gritar ni hacer ruido; sino que más bien se dirige a nosotros como la suave brisa que experimentó el profeta Elías. Es preciso seguirle y corresponder así a ese amor que ahora habita en nuestro interior y viene a nuestro encuentro por todas partes.
¿Puede haber algo que glorifique más a Dios que nuestra respuesta a su amor? Por el amor, podemos reconocer a Dios no sólo a través de sus obras; sino en su propio Ser. La Sagrada Escritura lo atestigua: “Dios es amor, y todo el que permanece en el amor, permanece en Dios” (1Jn 4,16).
Entonces, si el amor ha sido derramado en nuestros corazones, sólo tenemos que seguir sus instrucciones para crecer y glorificar a Dios.
Repitámoslo una vez más: cuanto más escuchemos al Espíritu Santo y le demos espacio en nuestra vida, tanto más amaremos al Padre. Entonces será el amor divino el que se despliegue en nosotros. De este modo, podemos tener parte en el misterio de amor de la Santísima Trinidad, ya que el Espíritu Santo es el amor entre el Padre y el Hijo.
Este mismo amor será el que nos empuje a las buenas obras, que glorifican a Dios y sirven a los hombres. Cuando obedecemos al Espíritu Santo, nos vamos transformando y asemejando al Rostro de Jesús, llegando a pensar y actuar como el Señor mismo, amando y glorificando cada vez más al Padre como su Hijo Unigénito.
Ahora bien, el amor de Dios nos impulsa a salir en busca de las almas, invitándolas a acercarse a su Padre. En efecto, la misión significa tener parte en el anhelo de Dios por conducir a sus hijos de regreso a casa, a su Corazón. ¿Podría haber algo que agrade más a Dios que cuando acogemos cada vez más profundamente su amor y, movidos por él, realizamos las obras de su amor?
El Apóstol Pablo habla de la evangelización como un “deber que le incumbe” (cf. 1Cor 9,16). Se trata de una obligación que nace del amor o, en palabras aún más bellas, del “dulce yugo del amor”, que lo mueve a trabajar incansablemente por el Reino de Dios. Con un corazón ardiente, San Pablo edificó y cuidó las comunidades cristianas, se compadeció de la necesidad de los hombres y anunció el Evangelio “a tiempo y a destiempo” (cf. 2Tim 4,2).
¡Todo ello glorifica a nuestro Padre y nos permite crecer día a día en el amor a Él!