Un refrán alemán dice: “Honra a quien merece honra”. ¡Este dicho se aplica a nuestro Padre mejor que a nadie! A Él le corresponde “el honor, la gloria y la alabanza”, como exclama tan maravillosamente el cántico del Apocalipsis (Ap 5,12).
Si pudiéramos echar un vistazo al cielo, siendo testigos de cómo lo honran sin cesar los ángeles y santos, que viven en amorosa y plena comunión con Él; entonces nuestra actitud frente a Dios se vería profundamente transformada.
¿Cómo podemos ya aquí en la Tierra honrar al Padre como Él lo merece, o al menos intentarlo?
Cuando honramos a una persona, reconocemos y destacamos los méritos que se ha ganado. Así, ensalzamos a la persona frente a los que son testigos de este homenaje. Pensemos, por ejemplo, en alguien que ha hecho algo bueno o conquistado un gran logro. Ciertamente lo trataremos con reconocimiento y respeto, quizá incluso admiración; pero en todo caso, con gran estima.
Ahora bien, si esto sucede ya en el ámbito humano, ¡cuánto más deberíamos honrar y alabar a Dios por su magnífica obra de la Creación! A Él, que todo lo ha hecho bien; a Él, que puso todo a nuestra disposición; a Él, que nos da la fuerza para obrar el bien y para llevar a otros a que también lo honren…
¡Qué profunda gratitud, reverencia y amor debería despertar en nuestro corazón al meditar y asimilar esta gran verdad! Debería surgir una actitud de constante admiración al contemplar la belleza de la creación y sus insondables misterios.
Y este reverente asombro puede crecer aún más al considerar la infinita sabiduría y el inmenso amor con que Dios Padre llevó a cabo la obra de la salvación. No escatimó ningún esfuerzo para arrebatarnos de las tinieblas de la perdición y conducirnos al reino de su luz admirable.
Si el Espíritu Santo nos abre los ojos, descubriremos cada vez más la inmensidad del amor de Dios, reconoceremos la obra maestra de la salvación y lo honraremos por ella. Y no sólo le rendiremos este honor a través de las palabras y la alabanza de su bondad, sino también en el cumplimiento de sus deseos e intenciones. Entonces vamos adquiriendo una actitud reverente frente a la vida y a las personas, pues en todas partes descubrimos su sabiduría.
Así, honramos a Dios al honrar sus obras y al atribuirle toda la sabiduría y la gloria que descubrimos en ellas, sabiendo que Él es su origen y su causa. Así, le devolvemos a Dios lo que ya le pertenece. Cuando admiramos una obra de arte, también honramos al artista que la creó. Y podríamos ir aún más allá, alabando al Espíritu que inspiró al artista. Finalmente, si llegamos a la última causa de todo, honraremos a Dios, que obra todo en todos.
También honramos a nuestro Padre cuando damos testimonio de Él frente a las personas y les ayudamos a descubrir la fuente de todo bien, que es Dios mismo. El hombre que honra a Dios una vez que lo ha conocido más a fondo, penetra en la gran verdad de su existencia; y así toda su vida adquiere un nuevo sentido y se transforma a través del Espíritu de Dios.
Finalmente, honramos grandemente a Dios cuando empleamos lo más bello que Él nos ha dado para la construcción de su Reino y para su gloria. Nunca una voz resuena con más belleza que cuando canta la gloria de Dios; nunca una palabra es más significativa que cuando proclama la bondad y el amor de Dios; nunca una persona es más auténtica que cuando entrega su propia libertad, poniéndola a disposición de Dios.