La generosidad es uno de los rasgos característicos de Dios. Con gran alegría, Él nos hace partícipes de su inconmensurable riqueza. No sólo quiere darnos vida; sino “vida en abundancia” (cf. Jn 10,10).
En la eternidad nos espera un gozo y una dicha sin fin: “No habrá ya muerte, ni llanto, ni lamento, ni fatiga” (Ap 21,4). ¡Dios mismo será nuestra recompensa!
Durante nuestra vida terrena, nos envía su Espíritu, “que acude en ayuda de nuestra flaqueza” e “intercede por nosotros con gemidos inenarrables” (Rom 8,26), clamando en nosotros “Abbá, Padre” (cf. Gal 4,6). ¡Y el Padre nos concede este Espíritu en abundancia!
De forma particular, reconocemos la generosidad de Dios en su prontitud para perdonar las culpas. Recordemos cómo Jesús perdonó al ladrón arrepentido en la Cruz y le dijo: “Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23,43). Si invocamos el Nombre de Dios una sola vez con todo el corazón, Él nos salvará. ¡Así es nuestro Padre!
Aprovecha toda oportunidad para colmarnos consigo mismo, y además nos da la posibilidad de que también nosotros mismos pongamos en práctica esta generosidad: “Os aseguro que cuanto hicisteis por uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40). Dios nunca olvidará ninguna obra buena que hayamos realizado; mientras que olvida y perdona gustosamente nuestra culpa, si tan sólo nos arrepentimos y le pedimos perdón.
Jesús nos dice en el Evangelio que “a todo el que tiene se le dará” (Mt 25,29). Podemos interpretar adecuadamente esta afirmación si la aplicamos al amor. El que ama, recibirá cada vez más amor, pues la razón de la generosidad del Padre es precisamente el amor. Dios quiere donar y donarse, pues esto corresponde a la esencia del verdadero amor.
“Dando es como se recibe”, exclamaba San Francisco de Asís; y Nuestro Señor nos aseguró que “el que pierda su vida, la ganará” (Mt 10,39). También estas frases han de ser comprendidas desde la perspectiva del amor: a quien se entregue a sí mismo, respondiendo con generosidad a la invitación de Dios, se le abrirá y ensanchará su corazón, de manera que puede acoger cada vez más el amor divino. Quien entrega su vida a Dios y a los hombres, podrá pregustar ya aquí en la Tierra la gloria de la eternidad y crecerá cada vez más en el amor.
También en la vida espiritual nos esperan inconmensurables gracias si tan sólo correspondemos generosamente a la invitación de Dios a seguirle.
Dios nos introduce en los misterios de su Ser y nos los confía: “Ya no os llamo siervos sino amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,15). Si damos los pasos que el Señor nos invita a dar en su seguimiento, recibiremos grandes alegrías ya en esta vida (cf. Mt 19,29).
Nuestro Padre nos invita a corresponder a su generosidad con nuestra generosidad, entregándonos a Él por completo, siguiendo los impulsos del Espíritu y tratando de descubrir y cumplir los deseos de su corazón. Podemos entregar las riendas de nuestra vida completamente en sus manos y confiarnos a Él sin reservas. Entonces nos contagiará de su generosidad y ésta se hará parte de nuestro ser, haciéndonos generosos para con Dios y también para con los hombres.