NOTA: Escucharemos hoy la lectura prevista para este domingo en el calendario tradicional.
Rom 6,3-11
¿No sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados para unirnos a su muerte? Pues fuimos sepultados juntamente con él mediante el bautismo para unirnos a su muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva.
Porque si hemos sido injertados en él con una muerte como la suya, también lo seremos con una resurrección como la suya, sabiendo esto: que nuestro hombre viejo fue crucificado con él, para que fuera destruido el cuerpo del pecado, a fin de que ya nunca más sirvamos al pecado. Quien muere queda libre del pecado. Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, porque sabemos que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere más: la muerte ya no tiene dominio sobre él. Porque lo que murió, murió de una vez para siempre al pecado; pero lo que vive, vive para Dios. De la misma manera, también vosotros debéis consideraros muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús.
La vida del nuevo Adán –es decir, la vida de Cristo– es un tema importante para el Apóstol de los Gentiles. Una y otra vez vuelve a tocarlo, ya sea que lo exponga a nivel teológico o lo aplique en exhortaciones e instrucciones prácticas.
El hombre nuevo no debe ser esclavo del pecado; antes bien, ha de considerarse muerto al pecado.
¿Cómo podemos entenderlo, siendo así que sentimos cómo el pecado sigue acechándonos y queriendo someternos a su dominio? Sólo es posible “morir al pecado” a través de una íntima unión con Cristo, cuando su gracia se despliega en nuestra vida. Él ha vencido al pecado y, al unirnos a esta victoria que nos obtuvo en la Cruz, el Señor vence el pecado también en nosotros.
Sabemos que, a través del Bautismo, hemos sido arrebatados del poder de las tinieblas y el Padre nos ha acogido como hijos suyos. Sabemos que, a través del sacramento de la penitencia, la sangre del Señor nos limpia una y otra vez de nuestros pecados.
Así, pues, las palabras del Apóstol Pablo nos hablan de la gracia recibida y de la realidad objetiva que Dios nos concede por medio de su Hijo. A todos nos queda un camino por recorrer y necesitamos atravesar una profunda purificación hasta poder resistir a las seducciones del pecado y no sucumbir a la atracción que éste ejerce sobre nosotros; es decir, hasta “morir al pecado”.
Lo logramos gracias al creciente influjo del Espíritu Santo en nuestra alma y nuestra atenta cooperación en su obra. Ahora bien, nos resulta más fácil reconocer los pecados graves y evidentes, pero los más sutiles muchas veces no los percibimos inmediatamente. Y luego están también las imperfecciones voluntarias, que siguen siendo un obstáculo en nuestro camino de seguimiento del Señor. Para contrarrestarlos, no basta con huir de ellos y evitarlos, sino que hace falta practicar las virtudes. Muchas veces debemos luchar precisamente por la virtud opuesta al respectivo pecado que nos tienta.
Por la gracia que Dios nos concede en el Bautismo y en los otros sacramentos, se nos da el fundamento en el que podemos sumergirnos una y otra vez para ser purificados y fortalecidos. Pensemos concretamente en el sacramento de la penitencia, capaz de renovarnos y robustecernos cada vez que acudimos a él.
Sin embargo, estos maravillosos dones sólo pueden desplegar toda su eficacia cuando cooperamos con ellos y emprendemos seriamente el camino de la santidad. Dios mismo nos llama a recorrerlo, y no debemos dejar que los abundantes dones que Él nos ofrece para ello queden desaprovechados y se marchiten. Entonces sucedería lo contrario de lo que tan convincentemente anuncia el Apóstol de los Gentiles: en lugar de que el “hombre viejo” muera y Cristo viva en nosotros, el “hombre viejo” terminaría devorando al “hombre nuevo” y se pasaría la vida bajo el dominio del pecado, a menos que la gracia de la conversión vuelva a despertar en él la verdadera vida.
Como nos hace ver San Pablo, los planes de Dios para con nosotros son distintos. Ya en esta vida hemos de resucitar con Cristo, viviendo una vida espiritual en unión con el Señor. ¡Ésta es nuestra vocación!