Hch 2,1-11
Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como una impetuosa ráfaga de viento, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Entonces quedaron llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en diversas lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse.
Residían en Jerusalén hombres piadosos, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo. Al producirse aquel ruido, la gente se congregó y se llenó de estupor, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua. Estupefactos y admirados, decían: “¿Acaso no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? Aquí estamos partos, medos y elamitas; hay habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto y la parte de Libia fronteriza con Cirene; también están los romanos residentes aquí, tanto judíos como prosélitos, cretenses y árabes. ¿Cómo es posible que les oigamos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios?”
Después de las meditaciones de Pentecostés, con las que quisimos familiarizarnos más con los frutos del Espíritu Santo, escuchamos ahora el relato de cómo descendió el Espíritu de Dios sobre los apóstoles, y cómo ellos empezaron a proclamar las maravillas del Señor. Precisamente esto es lo que quiere el Espíritu Santo, pues Él es el Testigo, Aquél que nos recuerda todo lo que Jesús dijo e hizo (cf. Jn 14,26). ¡Es Él quien actualiza y hace presente todo lo que el Señor ha hecho por la humanidad!
Lo que resultaba asombroso para los allí presentes, era que los apóstoles anunciaban las maravillas de Dios en la respectiva lengua de cada uno de ellos, aunque los apóstoles no hablaban estos idiomas. ¡Evidentemente era un gran signo que sucedía ante sus ojos!
Entonces, el Espíritu Santo no es solamente la tierna y suave presencia de Dios en nosotros, que en el camino de santificación nos va transformando para hacernos cada vez más semejantes a Dios. Él es también Aquél que mueve a los apóstoles, y los guía para que descubran la misión que les ha sido confiada. Él es quien les dará la fuerza para afrontar todos los obstáculos que se les presenten y sobrellevar todas las fatigas que traerá consigo la evangelización. Él es quien les dará todo lo que necesiten para llevar a cabo su misión.
El hecho de que todas las personas allí presentes escuchaban en su propia lengua la proclamación de las maravillas de Dios, es un signo profético. ¡Esto es lo que sucede a través de la Iglesia, cuando Ella lleva el evangelio a todos los pueblos!
Como miembros de esta Iglesia y, por tanto, miembros del Cuerpo Místico de Cristo, también nosotros estamos llamados a pregonar las maravillas de Dios, para servir así en la evangelización, con y en la guía del Espíritu Santo.
Ahora bien, podemos decir que existe una “misión interior” y una “misión exterior”. La “misión interior” consiste en aquella transformación de la persona, que se hace visible en los frutos del Espíritu, como lo habíamos visto en las meditaciones de los últimos días. De esta transformación interior brota el “testimonio del ser”. Esto quiere decir que la belleza interior de estos frutos, transmite un mensaje a la otra persona y la atrae, de manera que se abre la posibilidad de que también testifiquemos con la palabra. Este “testimonio del ser” se hace además presente en las buenas obras: en las obras de misericordia espirituales y corporales, y, de manera especial, en la oración por las otras personas.
Pero el Espíritu Santo también quiere el anuncio de la Palabra, porque “¿cómo van a creer en el Señor, si no han oído hablar de él? ¿Y cómo oirán sin alguien que les predique?” (Rom 10,14) Así, el Espíritu Santo empujará a la misión concreta –o a la “misión exterior”– a aquellos que ha dispuesto para ello, que habrán de anunciar las maravillas de Dios en todas las formas posibles. Y es necesario este testimonio de que es Él el autor de todo bien, pues siempre corremos el riesgo de atribuirle en primer lugar al hombre lo que en realidad es obra de Dios en él. Es como si nos quedáramos solamente en mirar el regalo, y nos olvidáramos de pensar en el dador de todos los dones.
Y si no le atribuimos a Dios todo lo bueno, tampoco aprenderemos a conocerlo, y, por tanto, estaremos privando a la humanidad del testimonio de la verdadera vida. Entonces, la misión no es solamente un encargo que realizamos en nombre de Dios, sino que, al ponernos a su servicio, estamos también brindando un servicio de amor a los hombres. ¡Así estaremos diciendo “gracias” por el enorme regalo de la fe que se nos ha dado!
Harpa Dei acompaña musicalmente las meditaciones que a diario ofrece el Hno. Elías, su director espiritual. Éstas se basan normalmente en las lecturas bíblicas de cada día; o bien tratan algún otro tema de espiritualidad.
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