Mirad a vuestro Dios

Is 35,4-7a

Decid a los desalentados: ¡Sed fuertes, no temáis: mirad a vuestro Dios! Llega la venganza, la represalia de Dios: Él vendrá y os salvará. Entonces se abrirán los ojos del ciego, las orejas de los sordos se destaparán. Entonces saltará el cojo como ciervo, la lengua del mudo gritará de júbilo. Pues manarán aguas en el desierto y correrán torrentes por la estepa; el páramo se convertirá en estanque, y el país árido en manantial de aguas. 

A través del Profeta Isaías, el Señor se dirige a los desalentados.

Los desalentados son personas fieles, pero que se atemorizan fácilmente y se dejan intimidar demasiado por los miedos y las amenazas exteriores. Se olvidan de dirigirse al Señor o lo hacen con demasiada inseguridad; es decir, sin la suficiente determinación. Así, bajo la influencia de los miedos, la fe parece tambalear y las personas fácilmente se desaniman.

Con estas palabras, que cuentan especialmente en tiempos de crisis, la Sagrada Escritura nos advierte que no debemos poner nuestra confianza en las personas: “No confiéis en los príncipes, seres de polvo que no pueden salvar” (Sal 146,3). Por tanto, podemos exhortar a todos los hombres: ¡Buscad ayuda y refugio en Dios, para que no os desaniméis en estos tiempos de confusión; sino que sea el espíritu de fortaleza quien os infunda valentía y fuerza, y el espíritu de consejo os enseñe a hacer lo correcto!

La clave para salir del abatimiento y del desánimo se encuentra en esta sencilla afirmación: “¡Mirad a vuestro Dios!”

Hay que levantar los ojos y percibir la presencia de Dios.

La lectura de hoy apunta a la llegada del Mesías, quien vendrá y nos salvará. Todas las maravillosas promesas que siguen a continuación, efectivamente se cumplieron en la vida de Jesús a la vista de muchos, y también siguen cumpliéndose hoy. Si las interpretamos espiritualmente, será fácil entender que Jesús nos abre los ojos, para que lo reconozcamos y nos encontremos así con el Dios vivo; que Él destapa nuestros oídos, para que percibamos la Palabra de Dios, que clarifica y ordena nuestro pensar. Quien recibe el Espíritu de Dios, se llena de nueva vida, y su lengua, antes enmudecida, empieza a proclamar las alabanzas de Dios. Cuando nos encontramos con el amor de Dios, Él hace brotar agua viva en el desierto de nuestro interior, y entonces nosotros mismos podemos dar testimonio de esta agua a las personas que viven en la estepa, convirtiéndonos así en torrentes de agua viva. De este modo, la aridez de nuestra vida se transforma en tierra fértil, en la que Dios puede hacer crecer abundantes frutos.

Todo esto sucede cuando nosotros, los hombres, volvemos nuestros ojos a Dios y no nos dejamos engullir por un estilo de vida que nos hace ciegos y estériles.

Nosotros, los católicos, no sólo debemos dejarnos despertar de nuestro desánimo personal, recordando el gran regalo que Dios nos ha concedido en la fe; sino que además tenemos la misión de llevar este don a los demás, de forma adecuada. También en este ámbito debemos deshacernos de todo desaliento: desaliento porque quizá muchas personas ya no quieren acoger el Evangelio; desaliento porque la opinión pública es cada vez más hostil al cristianismo; desaliento porque creemos que nuestra fuerza de convicción es muy débil, desaliento porque nuestros esfuerzos parecen traer poco fruto…

Las promesas del Señor siguen vigentes hoy, y podemos confiar plenamente en Él. Esto es lo que Dios quiere de nosotros: que no nos dejemos regir por nuestros estados de ánimo, sino por su Palabra. Ella nos sostendrá en toda confusión, sea lo que sea que nos aqueje.

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