Amado Espíritu Santo, uno de los más bellos frutos que Tú haces crecer en nosotros es la alegría. Es aquella alegría que, al igual que el amor, hace que todo sea más fácil y vence el peso que tantas veces trae consigo la vida; una alegría que es espiritualmente contagiosa, y puede darle un rayo de luz y algo de consuelo a la otra persona, siempre y cuando ella no se cierre.
Tu amigo San Pablo nos exhorta a estar siempre alegres (cf. Fil 4,4). Entonces, la alegría no se limita a aquellas situaciones en que recibimos agradables bienes terrenales o a las circunstancias en las que el corazón se regocija. Más bien, San Pablo nos la presenta como un estado constante, como la “tónica básica” del corazón, que permanece aun cuando las circunstancias se vuelven difíciles y el alma tendería a turbarse.
Entonces, oh Espíritu Santo, no puede tratarse de aquella alegría que va y viene, y que es tan volátil. Tampoco puede referirse al estado de ánimo propio de un temperamento optimista y alegre por naturaleza.
¿Cuál es, entonces, la alegría que Tú concedes?
La Sagrada Escritura nos da una explicación de la alegría duradera:
“Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena.” (Sal 16,8-9)
Y el Señor nos dice:
“Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa.” (Jn 15,10-11)
Así que esta alegría que es duradera puede proceder sólo de ti, oh Espíritu Santo. El vivir en conformidad contigo trae como fruto la alegría. ¡Es la alegría de Jesús en nuestros corazones, que completa nuestra alegría!
Entonces, oh Espíritu Santo, las personas que intentan servir a Dios sinceramente deberían estar llenas de alegría. ¡Cuán contagiosa sería y cuánto facilitaría la expansión del evangelio!
Pero no pocas veces vemos cristianos que no parecen estar alegres, que andan con “cara avinagrada”, que no se regocijan realmente o se dejan llevar por sus estados de ánimo, de modo que no pueden vivir constantemente en aquella alegría de la que habla Jesús.
Tal vez a nosotros mismos nos sucede así, oh Espíritu Santo, cuando en realidad deberíamos alegrarnos, porque “el gozo del Señor es nuestra fuerza” (Neh 8,10).
Entonces, ¿qué podemos hacer con los sentimientos opuestos, con esos estados de ánimo que turban el alma?; ¿qué hacer con el vacío interior, que nos vemos tentados a llenar con contenidos equivocados, inútiles y, en el peor de los casos, pecaminosos?
Oh Espíritu Santo, si ponemos ante Ti estos sentimientos y estados de ánimo, Tú estás dispuesto a tocarlos contigo mismo. Por eso tenemos que aprender a percibirlos, e invocarte cuando aparecen. Y es que al invocarte, de ninguna manera estamos hablando con el viento ni viviendo en una ilusión, para engañarnos y tranquilizarnos. ¡No! El Padre junto con el Hijo te han enviado para que Tú seas nuestra luz y consuelo, nuestro Maestro interior, a quien podemos confiarle todo. Puesto que Tú mismo eres Dios, conoces las profundidades de nuestra alma y quieres penetrar en ellas con tu luz. Pero no quieres hacerlo sin nuestra autorización, sin que te lo pidamos, sin que te abramos el corazón y nos distanciemos con nuestra voluntad de aquellos sentimientos melancólicos, para dirigirnos a la luz.
¡Contigo será posible vencer toda tristeza! Si tenemos paciencia, notaremos que van disminuyendo esos estados de ánimo y que podemos apartarnos más rápidamente de aquellos pensamientos que nos dejan a oscuras. Así, la alegría que procede de Dios podrá expandirse en nosotros con más facilidad. ¡Todo esto, oh Espíritu Santo, será tu maravillosa obra en nuestra alma!