Amado Jesús, ¡qué alegría habrá sido para ti volver al Padre después de haber consumado tu obra! Por un breve tiempo fuiste hecho inferior a los ángeles (cf. Hb 2,9), pero ahora vuelves a la gloria en plenitud, con la cual retornarás al Final de los Tiempos.
Tú habías anunciado la venida del Paráclito (cf. Jn 16,7), que nos convierte en testigos tuyos hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1,8).
Pero, Amadísimo Jesús, parece ser que hoy ya no estamos tan llenos del fuego del Espíritu Santo como lo estaban los Apóstoles y la Iglesia en sus inicios. Sin embargo, Él, nuestro Amigo divino, ha descendido y no ha cambiado. ¿Por qué su fuego apenas arde? ¿Será que estamos demasiado ocupados con las cosas terrenales, en lugar de las celestiales?
Precisamente la Fiesta que hoy celebramos eleva nuestra mirada a la realidad celestial, que es nuestro verdadero hogar (cf. Fil 3,20). En presencia de los discípulos, fuiste elevado y una nube te ocultó a sus ojos (cf. Hch 1,9). Sólo podían permanecer mirando al cielo, viendo cómo te ibas… ¡Ciertamente sus corazones estaban anonadados por todo lo que les habías enseñado durante los cuarenta días después de tu Resurrección!
Y ahora, Amadísimo Señor, vuelves al Padre… Quizá los discípulos hubieran preferido irse contigo, y –francamente– a la mayoría de nosotros nos sucederá igual. Así, también nosotros te seguimos con la mirada. ¿Te acordarás de nosotros en tu Reino Celestial? ¡Por favor, no nos olvides mientras estamos aquí abajo en la Tierra, con sus muchas plagas!
¡Pero Tú no nos olvidarás! ¡No lo harás! “¿Puede una mujer olvidar a su niño, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ellas se olvidaran, yo no te olvidaré” (Is 49,15).
Tú te adelantaste para prepararnos la morada (cf. Jn 14,2-3).
Los ángeles, nuestros amigos celestiales, nos recuerdan que Tú volverás, tal como lo anunciaste (cf. Hch 1,10-11). ¡Que nos consuma el anhelo por ti y que nuestro corazón ansíe la eternidad, donde serán enjugadas las lágrimas de nuestros ojos y podremos contemplarte cara a cara! Pero Tú nos has encomendado una misión en el tiempo de nuestra vida terrena, y volverás para juzgar a los vivos y a los muertos. Tú quieres encontrar a tu Iglesia como una novia en vela; los hombres han de ser preparados para tu Segunda Venida.
No sabemos cuán cerca está tu Retorno, porque no nos corresponde a nosotros conocer “los tiempos o momentos que el Padre ha fijado con su poder” (Hch 1,7). De hecho, eso no es lo determinante para nosotros. Lo importante es que escuchemos a nuestro Amigo divino, el Espíritu Santo, que Tú nos has enviado.
Por eso, ahora nos enfocamos nuevamente en Él, para que encienda en nosotros el fuego y nos recuerde día tras día que Tú volverás y quieres encontrarnos trabajando en tu viña. Junto con el Espíritu Santo, clamamos cada día, como la Novia (cf. Ap 22,17): “¡Ven, Señor Jesús, Maranathá! ¡Ven pronto, te esperamos!”