Amado Espíritu Santo, Tú que eres la luz eterna y pura, ven y penetra en nosotros, para que nada quede escondido ante ti; para que ninguna sombra pueda subsistir en nuestra alma; para que la oscuridad retroceda y todo quede inflamado por tu amor. Despiértanos de toda letargia y purifica nuestro corazón, para que pueda amar como Dios ama, como Tú amas; para que Tú y yo estemos unidos hasta lo más íntimo en la alabanza a la gloria de Dios.
“¡Oh Dios! Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme” (Sal 51,12)
Tú, Amado Espíritu Santo, eres “un Espíritu inteligente, santo, único, múltiple, sutil, ágil, perspicaz, inmaculado, claro, impasible, amante del bien, agudo, libre, bienhechor, filántropo, firme, seguro, sereno, que todo lo puede, todo lo controla y penetra en todos los espíritus: los inteligentes, los puros, los más sutiles”. (Sab 7,22-23)
Cuando escucho todas estas descripciones de tu Ser, Amado Espíritu, pienso en mi pobre corazón y veo cuántas preocupaciones innecesarias moran aún en él, cuán disperso e inconstante es, cuán susceptible y a menudo tan duro, tan ciego y egocéntrico… Si no fuera porque sé que Tú siempre estás ahí, y, aun siendo todo puro, no escatimas el abajarte para entrar en mí y purificarme, no sabría qué hacer conmigo y con toda mi oscuridad, y terminaría sucumbiendo en mi propio abismo.
“¡Oh Dios! Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme”
¡Tú no eres como yo! Todo lo oscuro que hay en mi corazón no existe en ti, porque Tú eres luz sin sombra y amor sin límites… ¿Sabes qué es lo que amo especialmente en ti? Que Tú luchas por conquistarme, y lo mismo haces con cada persona. Tú quieres atraerme a mí, pobre e impura criatura, para renovarme y moldearme a imagen de Dios. ¡Tú nunca te cansas ni disminuye tu amor! Por eso confío en ti más que en mí mismo, más que en todas las otras personas, por bondadosas que sean, porque Tú lo penetras todo y tu amistad es mi alegría.
“¡Oh Dios! Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme”
Pero, Amado Espíritu Santo, Tú también eres exigente, como corresponde a la esencia del amor. Tú no quieres ser un huésped ocasional, que viene por un momento y luego ya no se le presta atención. Tú quieres conquistarme, para que ya no anhele otra cosa que vivir en tu luz.
Por eso Tú no me sueltas aun cuando yo me duermo espiritualmente, cuando no me esfuerzo lo suficiente por trabajar en mi corazón, cuando me descuido, cuando cierro los ojos ante mis imperfecciones voluntarias, cuando me entrego a pensamientos tontos e innecesarios, cuando ofendo la castidad, cuando lleno mi corazón con bienes pasajeros, cuando no me domino y cedo a mis malas inclinaciones.
Entonces, Tú vienes para advertirme y recordarme el bien imperecedero, para enseñarme que no hay piedra preciosa que te iguale a Ti y que, en comparación contigo, el oro parece arena y la plata no es más que barro. Entonces, Tú me traes a la memoria a tu amigo San Pablo, que todo lo consideraba basura con tal de ganar a Cristo (cf. Fil 3,8).
“¡Oh Dios! Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme”
Y si te escucho a ti, Tú vuelves a ponerme en pie y toda la fascinación del mundo se desvanece. “En mi interior me inculcas sabiduría” (Sal 51,8), y me atraes al silencio para que pueda escucharte. Y luego vuelves a enviarme a anunciar el infinito amor del Padre.
¿Sabes, Espíritu Santo? En realidad no deseo otra cosa sino escucharte a ti. ¿Adónde iré, si Tú ya has venido a nosotros? Vayamos juntos, para que el mundo crea y tu luz pueda brillar en muchos corazones y purificarlos. Entonces, oh Espíritu Santo, habrá llegado el Pentecostés del amor.