“¡Oh Espíritu Santo, Tú, beso del Padre y del Hijo; Tú, dulcísimo y profundísimo beso!” (San Bernardo de Claraval)
Queremos conocerte mejor y aprender a amarte. Por eso, desciende sobre nuestra alma, “como el sol que, de no encontrar obstáculos e impedimentos, lo ilumina todo; como una saeta encendida, que no se detiene por el camino, sino que llega hasta las últimas profundidades que encuentra abiertas, y allí descansa.
Tú no te detienes en los corazones soberbios y en las inteligencias altaneras, sino que pones tu morada en las almas humildes” (Santa María Magdalena de Pazzis). Ilumínanos en estos días, mientras nos preparamos para la Fiesta de tu descenso, Tú que eres nuestro consuelo y maestro, el Esposo de nuestra alma, nuestro santificador…
“El amor es paciente” (1Cor 13,4)
La longanimidad es un maravilloso fruto tuyo, oh Espíritu Santo, que madura en aquellas almas que te escuchan y no se desaniman en el largo trayecto. Se asemeja a la paciencia, pero la longanimidad se relaciona más con los bienes del espíritu. Abarca la perseverancia y la constancia, y así hace que el alma sea fuerte y capaz de sufrir. Así, la longanimidad crece como fruto de una íntima relación contigo. Es de origen divino, como atestigua el Apóstol Pablo:
“Por eso he alcanzado misericordia, para que yo fuera el primero en quien Cristo Jesús mostrase toda su longanimidad, y sirviera de ejemplo a quienes van a creer en él para llegar a la vida eterna”. (1Tim 1,16)
La longanimidad de Dios nos llama a la conversión. En ella se nos revela su perseverancia, su amor constante, su disposición a soportarnos sin apartarse de nosotros, el mantener su corazón abierto para nosotros aun cuando nos cerramos, el ofrecimiento de su perdón incluso cuando lo rechazamos… ¡Él nunca se rinde; sino que lucha por conquistar nuestro amor e intenta hablarnos!
El amor es paciente…
Y este maravilloso fruto del Espíritu nos llama a que también nosotros practiquemos la paciencia y longanimidad: “Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de entrañas de misericordia (…) y de paciencia” (Col 3,12)
Así Tú, Amado Espíritu Santo, quieres que también nosotros lleguemos a ser longánimos y pacientes, que aprendamos a tratar a las otras personas al modo en que Tú lo haces, que estemos dispuestos a perdonar una y otra vez, que mantengamos el corazón abierto, que sepamos soportar a los otros y a veces también a nosotros mismos; que seamos capaces de esperar con perseverancia y nos esforcemos con constancia en practicar el bien…
Amado Espíritu Santo, queda mucho trabajo por hacer: habrá que remover toda soberbia, toda jactancia, toda vanidad y obstinación en querer tener la razón; en fin, todo obstáculo… de manera que tu fruto pueda crecer en nosotros. ¡Gracias a Dios, Tú eres tan longánimo y paciente conmigo!
El amor es paciente…
Te pido que juntos, oh Espíritu Santo, nos pongamos en camino: concédeme un largo aliento y perseverancia. Ayúdame a refrenar mi impaciencia y a no dejarme llevar por mi impulsividad ni por la marea de sentimientos que quiere dominarme inmediatamente. ¡Que te invoque a ti cuando se agote mi paciencia y esté en peligro de volverme injusto! Recuérdame cómo eres Tú conmigo: tan paciente y longánimo.
¡Que tu amor se haga eficaz en mí, para que me convierta en un auténtico testigo de mi Señor! Tú no te contentas con llegar a mí, sino que has sido enviado por el Padre y el Hijo para llevar a plenitud su obra. Tú quieres devolver al camino al hombre que, en tu paciencia, viste extraviarse. Y si Tú eres longánimo, también yo quiero llegar a serlo, para trabajar con perseverancia en la viña del Señor. Fortaléceme cuando yo me canse, adviérteme cuando me descuide, hazme dispuesto a seguirte en todo…