Una aclaración para todos aquellos que escuchan mis meditaciones diarias y nos han acompañado en este recorrido por el Evangelio de San Juan hasta el momento en que Pilato, el procurador romano, cedió a la presión de los enemigos de Jesús y lo entregó para que fuera crucificado: como mencioné en la meditación de ayer, puesto que los pasajes subsiguientes nos hubieran conducido directamente a la Crucifixión y Resurrección del Señor, he decidido posponerlos hasta que coincidan con los acontecimientos que conmemoramos en los tiempos litúrgicos que se acercan.
La serie sobre el Evangelio de San Juan fue un recorrido muy fructífero con el Señor, que suscitó una gran alegría y gratitud por todo lo que Él hizo para glorificar a su amado Padre y por nuestra salvación. Sus santas palabras y sus instrucciones a los discípulos y a todos los que le escuchaban con el corazón abierto dejaron una profunda huella.
Escuchamos cómo Jesús insistía una y otra vez en que procedía del Padre y no hacía nada más que lo que había visto en Él. Así lo glorificó incomparablemente. Nos encontramos con personas que, aun sin entender todo lo que Jesús les decía, confiaban en Él. Escuchamos hablar de sus curaciones y grandes milagros, que lo acreditaban como el Enviado del Padre.
Pero también sufrimos con Jesús cuando sus palabras no lograban llegar al corazón de aquellos que en realidad habían sido preparados desde hacía mucho tiempo para la venida del Mesías. Experimentamos la tragedia de que, cuanto mayores eran los signos que realizaba y más claras sus palabras sobre su misión, más se difundían las tinieblas en algunas almas, hasta el punto de querer eliminar a Jesús.
Sufrimos con el Señor al ver que uno que había compartido su pan, que había visto todos sus milagros y oído todas sus palabras, que había convivido con Él, terminara entregándolo a sus enemigos bajo la influencia de Satanás. Luego presenciamos el drama de Pilato, que, aun estando convencido de la inocencia del Señor, no se decidió a soltarlo y terminó cediendo a la insistencia de los judíos para crucificarlo.
Conocimos más de cerca al Señor, que por amor a su Padre y a nosotros, los hombres, aceptó voluntariamente aquella hora en la que debía sufrir la muerte en el Calvario por nuestra salvación, como meditaremos al acercarnos al Viernes Santo.
Cuando empecé a reflexionar y a preguntarle al Señor cómo podría servir de la mejor manera a Dios y a las personas durante la Cuaresma, grabé primero una pequeña conferencia sobre este tiempo que puede encontrarse en mi canal de YouTube: https://youtu.be/Kds5YZde7mc
Di algunas pautas que podrían ser provechosas para el camino de seguimiento de Cristo. Lo que me quedó grabado en el corazón fue que nosotros, que seguimos al Señor, debemos ser buenos discípulos suyos, que anuncien la verdad con valentía y den un testimonio de vida coherente con lo que dicen.
Entonces hojée un poco en libros de los padres del desierto, que siempre estaban empeñados en seguir e imitar al Señor de la mejor manera posible. Se trata de padres espirituales de la tradición cristiana de Oriente, a los que los fieles suelen acudir en busca de consejo espiritual. En un libro me topé con una historia, narrada por un tal Abbas Moisés, que me indicó el hilo conductor para las próximas meditaciones:
En la región de Tebaida, donde vivía san Antonio Abad, se reunieron varios padres con él. La conversación se prolongó toda la noche en torno a la pregunta de cuál virtud o práctica podría proteger a un monje de todas las asechanzas del demonio y conducirlo con paso seguro a la cumbre de la perfección.
Las sugerencias de los padres fueron diversas: algunos se pronunciaron a favor del ayuno y de las vigilias nocturnas para unirse más rápidamente a Dios con un espíritu ágil. Otros insistían en la vida eremítica como camino a seguir, ya que quien habita en el silencio y la soledad del desierto puede rezar a Dios en una intimidad casi familiar y adherirse más a Él. Otros opinaban que había que dar prioridad a las obras de caridad, para las cuales el Señor había prometido a cambio el Reino de Dios.
Cuando hubieron ponderado extensamente todos estos caminos, San Antonio tomó la palabra y dijo: «Todas las prácticas que habéis mencionado son necesarias y útiles para el que busca verdaderamente a Dios». Sin embargo, señaló que había sido testigo de casos de declive espiritual y los atribuyó a la falta de discreción, entendida como sabia moderación en la vida espiritual.
Este es, pues, el tema del que nos ocuparemos en las próximas meditaciones.
En nuestro lenguaje habitual, solemos asociar el término «discreción» con reserva y prudencia a la hora de hablar. Sin embargo, en el uso eclesiástico, el término «discretio» se entiende como discernimiento de los espíritus.
La discreción (del latín discernere: separar, cribar, distinguir) es la virtud que caracteriza especialmente al hombre espiritual (pneumatikós), por la cual es capaz de discernir sabiamente entre lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso, lo auténtico y lo artificial. Esta discreción se aplica también concretamente en la vida espiritual, como aquella sabia moderación a la que se refería san Antonio Abad en la historia citada.
San Benito, cuya regla el papa Gregorio Magno llamó «la más sabia y prudente de las reglas monásticas», habla con justa razón de la discreción como la «madre de todas las virtudes». Con este término, nos pondremos en marcha para aplicar el discernimiento de los espíritus, la discreción, en relación con nuestro propósito de ser verdaderos discípulos del Señor.