Gal 5,18-25
Hermanos: Si os dejáis conducir por el Espíritu, no estáis sujetos a la Ley. Ahora bien, están claras cuáles son las obras de la carne: la fornicación, la impureza, la lujuria, la idolatría, la hechicería, las enemistades, los pleitos, los celos, las iras, las riñas, las discusiones, las divisiones, las envidias, las embriagueces, las orgías y cosas semejantes. Sobre ellas os prevengo, como ya os he dicho, que los que hacen esas cosas no heredarán el Reino de Dios. En cambio, los frutos del Espíritu son: la caridad, el gozo, la paz, la longanimidad, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia. Contra estos frutos no hay ley. Los que son de Jesucristo han crucificado su carne con sus pasiones y concupiscencias. Si vivimos por el Espíritu, caminemos también según el Espíritu.
La lucha contra las obras de la carne y los esfuerzos por alcanzar los frutos del Espíritu nos acompañarán a lo largo de toda nuestra vida. Todos aquellos que quieren seguir al Señor y se han decidido firmemente a hacerlo, tienen que emprender el combate contra el “viejo Adán”. Aunque hayamos llegado a ser una “nueva criatura” en Cristo y ya no vivamos bajo la esclavitud del pecado, todavía nos queda un largo camino por recorrer hasta llegar a la perfección. La lucha contra nuestras malas inclinaciones nos perseguirá hasta la hora de nuestra muerte. Aunque salgamos victoriosos de este combate por la gracia de Dios y nuestra cooperación, al final de nuestros días siempre confesaremos con humildad al Señor: “Sin ti habría sido imposible. Me habría hundido en el torrente de tantas seducciones y sucumbido a mis propias inclinaciones.”
Es bueno que, cuanto antes, cobremos consciencia de cuán necesitados estamos del Señor, pues “sin mí nada podéis hacer” (Jn 15,5), como Él mismo nos dice al explicar que debemos permanecer en Él como los sarmientos en la vid, que es Cristo mismo. Por tanto, reconozcamos nuestra debilidad ante el Señor y, en respuesta a ello, confiémonos aún más a Él y a su guía.
La clave para escapar e incluso vencer las tentaciones de todo tipo que se nos presentan es escuchar al Espíritu Santo y obedecer con constancia sus indicaciones. De esta manera, el Espíritu va soltando cada vez más las cadenas que aún nos atan a las obras de la carne. En efecto, éstas no sólo se desatan mediante determinados actos de nuestra voluntad –a saber, la firme determinación de apartarnos de los caminos del mal–; sino también y aún más cuando respondemos a las invitaciones del Espíritu y nos acercamos cada vez más a Dios. Entonces, lo verdadero y lo bello empieza a atraernos, el mundo de los valores se nos revela en su radiante luz.
De este modo, empieza a tener lugar un profundo proceso de transformación interior. Mientras que en el pasado ciertas obras de la carne podían seducirnos y atarnos, ahora éstas pierden su fuerza y su dominio sobre nosotros.
Pero esto no será posible sin luchar. Aunque a veces Dios, en su bondad, nos libra de un terrible combate que llevaba atormentándonos durante mucho tiempo, generalmente permite que tengamos que librar posteriores combates.
¿Por qué el Señor no nos exime sin más de estas luchas, que, debido a su intensidad, pueden a veces convertirse en atormentadoras plagas?
Resulta que los combates ineludibles por vencer nuestras malas inclinaciones y decidirnos por la guía del Espíritu fortalecen nuestra voluntad. Si no nos rendimos, nos consolidamos cada vez más en la Voluntad de Dios. Esto sucede también cuando, después de haber sufrido derrotas, nos levantamos de nuevo y seguimos luchando. En este contexto, puede ayudarnos esta frase de San Francisco de Sales: “Sólo aquellos que pierden el ánimo son derrotados. Todo aquel que quiere seguir luchando es vencedor.”
El Señor nos tendrá en cuenta la perseverancia en la lucha, porque al librarla le demostramos nuestra fidelidad. Él inserta todos estos combates en su plan de salvación. Si no fuera así, no nos los dejaría.
Además, el Señor no sólo nos tiene en vista a nosotros personalmente. Debemos entender que cada una de las luchas que libramos por causa del Señor, por no querer ofender su amor, se pone al servicio de su Iglesia. En este sentido, no sólo luchamos por nosotros mismos, sino también por otras personas que están en peligro de sucumbir a las apetencias de la carne o ya están atrapadas en ellas. Esto debe animarnos y motivarnos aún más para afrontar con determinación las batallas que se nos encomiendan.
Nosotros, que pertenecemos al Señor, hemos crucificado la carne y, por tanto, sus pasiones y apetencias. Así, hemos tomado ya la decisión fundamental de dejarnos conducir por el Espíritu y no por nuestras malas inclinaciones. Entonces, emprendamos conscientemente este combate en cooperación con el Espíritu Santo y escuchemos atentamente sus indicaciones. Esto agradará al Señor, servirá a la Iglesia y nos será contado como mérito.