1Tes 2,1-8
Bien sabéis vosotros, hermanos, que nuestra ida a vosotros no fue estéril, sino que, después de haber padecido sufrimientos e injurias en Filipo, como sabéis, confiados en nuestro Dios, tuvimos la valentía de predicaros el Evangelio de Dios entre frecuentes luchas. Nuestra exhortación no procede del error, ni de la impureza ni con engaño, sino que así como hemos sido juzgados aptos por Dios para confiarnos el Evangelio, así lo predicamos, no buscando agradar a los hombres, sino a Dios que examina nuestros corazones. Nunca nos presentamos, bien lo sabéis, con palabras aduladoras, ni con pretextos de codicia, Dios es testigo, ni buscando gloria humana, ni de vosotros ni de nadie. Aunque pudimos imponer nuestra autoridad por ser apóstoles de Cristo, nos mostramos amables con vosotros, como una madre cuida con cariño de sus hijos.
De esta manera, amándoos a vosotros, queríamos daros no sólo el Evangelio de Dios, sino incluso nuestro propio ser, porque habíais llegado a sernos muy queridos.
¡Anunciar el Evangelio con valentía e intrepidez! Ese era el encargo en aquella época y sigue siéndolo en la actualidad. Para cumplirlo, es esencial deshacerse de los respetos humanos y tener claro que es a Dios a quien debemos rendir cuentas. Otro aspecto fundamental para anunciar el Evangelio con autenticidad es conservar la pureza del mensaje, ya que cualquier interés personal o mala intención empañará su belleza interior.
¿De dónde obtuvieron la fuerza los apóstoles para aferrarse a la verdad del Evangelio aun a precio de su propia vida? Lo mismo podríamos preguntarnos al ver a toda esa «nube de testigos», constituida por tantos hombres que, a lo largo de la historia, dieron testimonio de Dios y estuvieron dispuestos a sacrificar incluso su propia vida (cf. Ap 12, 11). En nuestro tiempo también escuchamos numerosos testimonios de admirables cristianos que se aferran a su fe incluso bajo las amenazas de muerte del extremismo islámico. La Iglesia es consciente de que, como dijo Tertuliano, «la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos».
Pero volvamos a la pregunta: ¿de dónde les viene a los mártires aquella fuerza? ¡Es el espíritu de fortaleza que el Espíritu Santo concede a quienes siguen fielmente al Señor y no se dejan llevar por los respetos humanos!
Los respetos humanos, en cambio, nos limitan y nos atan a nosotros mismos. Bajo su influencia, se teme que el mensaje del Evangelio, la firmeza en la verdad o la profesión de fe en Jesús puedan acarrear desventajas. En el fondo, se busca ser amado por los hombres, razón por la cual se es incapaz de decir algo que podría poner en riesgo el aprecio que uno goza. Si san Pablo, los otros apóstoles o sus sucesores se hubieran dejado llevar por los respetos humanos, el Evangelio no habría llegado hasta nosotros. ¡Hay que decirlo claramente! Si actuamos movidos por los respetos humanos, significa que nuestra propia persona tiene más importancia para nosotros que el mismo Señor.
En nuestro tiempo, también debemos vencer los respetos humanos al anunciar el mensaje cristiano y defender los valores que se derivan de nuestra fe.
Sin duda, es fundamental anunciar la verdad con amor; de lo contrario, nuestras pasiones desordenadas dificultarán la recepción del Evangelio entre quienes nos escuchan. Sin embargo, ¡jamás podemos callar la verdad!
La opinión «políticamente correcta», el llamado ‘mainstream’, solo acepta aquellos elementos del Evangelio que están en línea con su propia mentalidad. En cambio, cuando el Evangelio cuestiona o condena lo que hace el mundo, la supuesta tolerancia se convierte rápidamente en hostilidad y rechazo. Si el ‘mainstream’ (lo políticamente correcto) se vuelve cada vez más agresivo —y hay señales que apuntan a que así está sucediendo—, entonces nuestro testimonio se vuelve aún más necesario, pues el mundo tratará de silenciarnos.
Por ello, conviene que estemos preparados y pidamos desde ya el don de la fortaleza, para poder dar testimonio de que la verdad es más importante que el reconocimiento de los hombres. En este sentido, deberíamos empezar a detectar cuándo nuestros pensamientos o sentimientos no se ajustan al Evangelio, e ir descubriendo nuestros puntos débiles, aquellos en los que damos demasiada importancia al «qué dirán». ¡Debemos tratar de vencer estas debilidades!
San Pablo y todos los apóstoles no solo son ejemplo de fe firme para nosotros, sino que además son nuestros hermanos que estarán dispuestos a auxiliarnos cuando nos sobrevengan las pruebas.