Jer 1,17-19
En aquellos días, recibí esta palabra del Señor: “Cíñete la cintura, ponte en pie y diles lo que yo te mando. No desmayes ante ellos, y no te haré yo demayar delante de ellos. Mira; yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y la gente del campo. Lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte.” Oráculo del Señor.
Hoy la Iglesia nos presenta una lumbrera, un hombre con una firme fe: San Juan Bautista. Él, a quien Jesús denomina “el más grande de los nacidos de mujer” (cf. Lc 7,28), proclamó con valentía los mandamientos de Dios, incluso ante los poderosos, sabiendo bien que, al hacerlo, ponía en riesgo su propia vida (cf. Mc 6,18). El evangelio de este día narra los perversos acontecimientos que dieron lugar a la decapitación de San Juan (Mc 6,17-29).
Pero, ¿de dónde obtuvo San Juan la fuerza para actuar así? Lo mismo podríamos preguntarnos al ver toda aquella “nube de testigos” (Hb 12,1), conformada por hombres que dieron testimonio de Dios y estuvieron dispuestos aun al sacrificio de su propia vida (cf. Ap 12,11). También en nuestros días escuchamos numerosos testimonios de admirables cristianos que testifican sin miedo su fe y prefieren dar su vida antes que negar al Señor. La Iglesia está conscientes de que, como dijo Tertuliano, “la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos”.
Pero, volviendo a la pregunta: ¿De dónde les viene a los mártires esta fuerza? Es el espíritu de fortaleza, que el Espíritu Santo concede a aquellos que siguen fielmente al Señor y no se dejan llevar por los respetos humanos.
Los respetos humanos, en cambio, nos limitan y nos atan a nosotros mismos. Bajo su influencia, uno puede temer que el mensaje del evangelio, la defensa de la verdad o la profesión de fe en Jesús podrían traer desventajas. O puede suceder que, en el fondo, buscamos ser queridos y reconocidos por los hombres, razón por la cual nos volvemos incapaces de decir algo que podría sonar desfavorable. Si Juan el Bautista, los apóstoles o sus sucesores hubieran actuado así, el evangelio jamás habría llegado hasta nosotros. ¡Hay que decirlo claramente! Cuando actuamos movidos por respetos humanos, nos es más importante nuestra propia persona que el mismo Señor.
También en nuestro tiempo, aunque no nos encontremos en una situación tan dramática como la de San Juan o la de los mártires, no pocas veces tenemos que vencer los respetos humanos al defender el mensaje cristiano y los valores que de él emanan.
Ciertamente es correcto que anunciemos la verdad con amor, para que nuestras pasiones desordenadas no dificulten la recepción del evangelio a quienes nos escuchan. Sin embargo, ¡jamás podemos callar la verdad!
Lo “políticamente correcto” –el así llamado ‘mainstream’–, que también se manifiesta en miembros de la Iglesia, solamente acepta aquellos elementos del evangelio que están en línea con sus propias ideas. En cambio, cuando el evangelio cuestiona o condena lo que hace el mundo, entonces la supuesta tolerancia rápidamente puede convertirse en hostilidad y rechazo.
En vista del maravilloso testimonio de San Juan Bautista, deberíamos cobrar consciencia de que también nosotros podríamos algún día enfrentarnos a situaciones sumamente difíciles, en las que debamos mantener en pie nuestro ‘sí’ a Cristo. Si el mencionado ‘mainstream’ se vuelve cada vez más agresivo –y hay indicios que apuntan a que así será–, nuestro testimonio será aún más necesario, pues el espíritu del mundo buscará silenciarnos.
Por ello, conviene que estemos preparados y que pidamos desde ya el don de fortaleza, de manera que podamos dar testimonio de que anunciar la verdad es más importante que ser reconocidos por los hombres. En ese sentido, deberíamos empezar a percibir cuándo nuestros pensamientos o sentimientos humanos no concuerdan con el evangelio; deberíamos ir descubriendo nuestros puntos débiles, aquellos en los que estamos dispuestos a hacer falsas concesiones y damos demasiada importancia al ‘qué dirán’. ¡Debemos esforzarnos consecuentemente por vencer estas debilidades!
San Juan Bautista y todos los apóstoles no sólo son para nosotros modelos de una firme fe; sino que además son nuestros hermanos en el cielo, que ciertamente están dispuestos a ayudarnos cuando nos sobrevengan las pruebas.