Is 25,6-10a
En aquellos días, preparará el Señor Sebaot para todos los pueblos en este monte un convite de vinos generosos: manjares sustanciosos y gustosos, vinos generosos, con solera. Rasgará en este monte el velo que oculta a todos los pueblos, el paño que cubre a todas las naciones; acabará para siempre con la Muerte. Enjugará el Señor las lágrimas de todos los rostros, y acabará con el oprobio de su pueblo en toda la superficie del país. Lo ha dicho el Señor. Aquel día se dirá: “Aquí tenemos a nuestro Dios: esperamos que él os salvara; él es el Señor, en quien esperábamos; celebremos con alegría su victoria. La mano del Señor reposa en este monte.”
Con su venida al mundo y a través de todas las obras de la salvación, el Señor rasgó el velo que cubría a todos los pueblos y el manto que envolvía a las naciones. La luz del evangelio ha llegado hasta los confines de la Tierra y el Espíritu Santo ha conducido a muchos hombres al conocimiento de la verdad. ¡Los hombres tienen un acceso abierto a Dios! Cada uno puede acercarse a Jesús y, por medio de Él, llegar al Padre. Entonces, al enviar a su Hijo, Dios ya cumplió las promesas. ¡Y esta “hora de la gracia” sigue en vigencia! ¡A cada uno se le ofrece el camino de la salvación! El velo ha sido retirado. El banquete está preparado; la Mesa del Señor, abundantemente servida.
Pero la promesa que escuchamos en la lectura de hoy no se ha cumplido enteramente aún… Todavía hay algo pendiente, que nosotros podemos esperar con anhelo. Rara vez podemos saber con claridad cómo y de qué forma Dios cumplirá a plenitud sus promesas. Por lo general no sabemos exactamente a qué se refiere al hablar, por ejemplo, de un “convite para todos los hombres”. Hay ciertas cosas que se entenderán recién en el momento en que lleguen a su cumplimiento. Pero, eso sí, podemos mantenernos firmes en la fe de que realmente sucederá lo que ha sido predicho, poniendo así nuestra parte para que llegue el cumplimiento de las promesas. No se trata, pues, de una espera meramente pasiva; sino de colaborar en la obra del Señor, para que el Espíritu Santo conduzca a todos los pueblos a la fe y para que los hombres cobren consciencia de la realidad de la Resurrección de Cristo, que venció a la muerte.
Esta actitud de fe firme es importante para nuestro camino de seguimiento de Cristo, precisamente cuando reconocemos la pecaminosidad e imperfección en la vida de los pueblos y en nuestra propia vida. ¡Las palabras y promesas del Señor son más fuertes que todos los poderes de destrucción! A veces, cuando nos encontramos ante las más difíciles circunstancias de vida o constatamos la situación crítica en que se encuentra el mundo y la Iglesia, pueden parecer muy alejadas de la realidad palabras tales como las que hoy escuchamos en la lectura. ¡Pero es ahí cuando se nos pide la fe, que, aun a oscuras, se abandona en la Palabra del Señor y se aferra a Él!
Lo mismo debe aplicarse en relación con la situación que atraviesa nuestra santa Iglesia. Es necesario afrontarla de forma correcta. Si se tiene ojos para ver, se podrá constatar en muchos planos su estado debilitado. Si uno simplemente cierra los ojos frente a esta realidad y, con un optimismo meramente humano, justifica todo lo erróneo que sucede, no estaría afrontando la situación desde la fe; así como tampoco lo hace el que se hunde en la desesperanza.
La fe nos asegura que las puertas del infierno no prevalecerán sobre la Iglesia (cf. Mt 16,18). ¡A ello nos aferramos! De esta palabra del Señor viene una verdadera esperanza. Pero eso no quiere decir que el mal no pueda adentrarse en la Iglesia; sino que no la podrá destruir. La fe también nos enseña que el Señor se vale de todo para el bien de los suyos (cf. Rom 8,28) y que, después de la Pasión y Crucifixión, viene la Resurrección. Esto cuenta también para la Iglesia.
Así, el texto del profeta Isaías que escuchamos en este día se nos convierte en una invitación a poner siempre y en todo momento nuestra esperanza en el Señor y en su Palabra. Al mismo tiempo, hemos de reconocer cómo se cumplen las promesas de Dios. De esta forma, la luz de Dios nos toca y empezamos a ver con los ojos de la fe. Las múltiples vicisitudes de la vida y sus dificultades ya no podrán confundirnos, sino que nos aferramos a las promesas de Dios con fe firme e inquebrantable, y así nos anclamos en la certeza de que, al fin y al cabo, Él llevará todo a buen término.