Los dones del Espíritu Santo (5/7): EL DON DE CIENCIA

“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su propia alma?” (Mt 16,26)

A través de los cuatro primeros dones (el de temor, piedad, fortaleza y consejo), el Espíritu Santo guía sobre todo nuestra vida moral. En cambio, a través de los tres últimos dones (ciencia, entendimiento y sabiduría), Él conduce directamente nuestra vida sobrenatural; es decir, nuestra vida centrada en Dios.

Los cuatro primeros dones llevan a su perfección a las virtudes cardinales; los últimos tres, en cambio, completan las virtudes teologales. Estos tres últimos dones se relacionan con la contemplación, con la vida de oración, con la unificación con Dios. 

En nuestro camino de seguimiento de Cristo, estamos expuestos a la tentación de dejarnos llevar por la atracción de las criaturas, cayendo en un apego desordenado a ellas. Y es que para nosotros, que somos seres “sensitivos”, no es fácil soportar la invisibilidad de Dios. Por eso nos resulta difícil permanecer en la relación correcta con el mundo visible y saber lidiar con su fuerza de atracción. 

Gracias a la Sagrada Escritura –en especial al libro de Eclesiastés–, sabemos en teoría cuán pasajeras y vanas son las cosas creadas (Ecl 1,2-10). Sin embargo, este conocimiento no logra penetrar nuestro interior. Sigue siendo un conocimiento de fe, que tratamos de aplicar a través de la ascesis; pero a la larga esta respuesta no es suficiente. 

El don de ciencia, por su parte, nos permite experimentar la nada de las criaturas con tal claridad que ya no nos cabe duda alguna. A través del Espíritu Santo reconocemos la imperfección y transitoriedad de las criaturas. Al mismo tiempo, nos empuja a poner toda nuestra esperanza en el Señor. ¡Nuestro corazón ha de cimentarse en Dios sin vacilar!

A través de este don, el Espíritu Santo también nos hace notar nuestra vanidad aun en sus más sutiles manifestaciones: en las pequeñas satisfacciones del amor propio; en la más mínima autocomplacencia; en los sutiles intentos de ganarnos la simpatía y el reconocimiento de los demás…

Bajo el influjo del don de ciencia, aprendemos con toda claridad que lo esencial es adherirnos a Dios; y que todo lo demás es secundario. Así surge en nuestra vida una clara jerarquía de las cosas. Aprendemos a mirar este mundo desde la perspectiva de Dios. Una vez que lo hayamos conseguido, las criaturas ya no serán un obstáculo en el camino hacia Dios, sino que incluso podrán ser un puente hacia Él, pues en ellas reconoceremos las obras de sus manos. 

Además, el don de ciencia nos ayudará a sobrellevar los sufrimientos presentes y a no dejarnos engullir por ellos, considerándolos como poca cosa en comparación a la bienaventuranza eterna. 

El don de ciencia también le enseña al alma a conocerse a sí misma. Ella impregna toda la vida, y permite reconocer la guía de Dios en todas las circunstancias. Cada vez reluce con más claridad el plan que Dios tuvo para nuestra vida, de manera que encontramos nuestra identidad más profunda y reconocemos la tarea que nos corresponde cumplir en este mundo. 

Bajo el influjo del espíritu de ciencia, la Sagrada Escritura habla más vivamente al alma y ella descubre cada vez más profundamente su sentido… El alma aprende a conocer cada vez mejor el Corazón de su Redentor desde dentro, y quiere guiar a los demás a un más profundo seguimiento de Cristo y trabajar con todas sus fuerzas por la salvación de las almas. 

Entonces, el don de ciencia nos hace conocer interiormente la nada de las criaturas. Así, ya no se buscará la felicidad y la satisfacción en las cosas creadas; sino solamente en Dios. En este sentido, una Santa Teresa de Ávila decía: “Sólo Dios basta”.

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