Hoy, en la Fiesta de Pentecostés, celebramos el descenso del Espíritu Santo.
¡Qué extraordinario cambio vemos en los apóstoles! Ellos, que eran pusilánimes y temerosos, se convierten, gracias a la presencia del Espíritu Santo, en potentes mensajeros del amor de Dios; y proclaman intrépidamente el Evangelio. El gran milagro de que cada uno de los oyentes –procedentes de los más diversos rincones del mundo– podía entender el mensaje de los apóstoles en su propia lengua (cf. Ap 1,8), era un signo para el futuro. Fue como si por un momento se hubiese abolido la confusión de lenguas, para que, al anunciar los apóstoles las maravillas de Dios, todos los hombres pudiesen escucharlas.
Vemos, pues, que el Espíritu Santo fue enviado por el Padre y el Hijo para la evangelización; para llevar adelante la obra del Señor, iluminando, fortaleciendo y moviendo a la Iglesia, que había recibido del Resucitado el encargo de ir al mundo entero y anunciar la Buena Nueva (Mt 28,19-20). Por tanto, el Espíritu Santo es el gran evangelizador.
Pero, al mismo tiempo, Él es también el Maestro de nuestra vida interior. Él nos lleva a la conversión y nos hace avanzar en este camino, de modo que nuestro corazón sea transformado. El Espíritu Santo quiere moldear nuestra alma a imagen de Dios. Para ello, nos invita y nos mueve a practicar las virtudes, y cada vez que nos chocamos con las limitaciones de nuestra naturaleza caída, Él mismo viene a nuestro auxilio con sus siete dones, que “completan y llevan a su perfección las virtudes” y “hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1831).
Entonces, queremos meditar cada uno de estos siete dones del Espíritu Santo a lo largo de la Octava de Pentecostés, para entender cómo éstos van transformando nuestra alma. Hoy iniciamos con el don de temor de Dios.
“Primicia de la sabiduría es el temor del Señor” (Sal 111,10)
El espíritu de temor de Dios suscita una profunda aversión al pecado en el alma de la persona que vive en estado de gracia. Así, ella reconoce claramente su poder destructivo, y está bien consciente de que, con el pecado, se ofende la majestad y el amor de Dios.
Ésta es una de las primeras lecciones que el Espíritu Santo da a aquellas almas que aspiran seriamente la santidad, pues quiere prepararlas para recorrer el camino hacia la unificación con Dios.
Cuando se hace eficaz el don de temor, el alma ya ha despertado al amor. Ella entiende claramente que sólo el pecado puede separarla de Dios. Reconoce al Señor como Padre amoroso, por lo cual tiene hacia Él el respeto de un niño hacia su padre. No quiere hacer nada que pudiese separarla del amor de Dios u ofenderlo. Así, procura vivir con gran vigilancia.
En su esfuerzo por evitar todo aquello que pudiese afectar su relación con Dios, el alma no está movida por un miedo servil, que teme ante todo el castigo. Antes bien, el espíritu de temor de Dios infunde en ella una creciente sensibilidad y delicadeza para con Dios. Si sigue sus mociones, será conducida a una entrega cada vez más generosa al Señor.
El alma reconoce, por una parte, la inconmensurable grandeza de Dios y, por otra parte, su infinita misericordia. Esta doble comprensión hace madurar en el alma el don de temor, que se despliega armoniosamente en la vida espiritual. La justa reverencia ante Dios, de la mano con el amor a Él, hacen que el alma sea cada vez más receptiva para la presencia de Dios.
La reverencia –el asombro ante la santidad de Dios– evitará cualquier excesiva familiaridad en el trato con Él. Al mismo tiempo, la verdadera familiaridad con nuestro Padre Celestial evitará que tengamos una gran distancia en nuestra relación con Él, lo cual podría hacer que la vida espiritual se vuelva árida.
Cuando se despliega en nosotros el don de temor de Dios, también apreciaremos más profundamente todos los otros dones que Él nos concede para nuestra salvación: la grandeza del sacrificio de Jesucristo, las Sagradas Escrituras, la auténtica doctrina de la Iglesia, los santos sacramentos, entre tantas otras cosas que el Señor nos ha preparado.
Bajo el influjo del espíritu de temor, podremos contrarrestar más fácilmente lo que no corresponde a la reverencia ante lo sagrado. Estaremos más atentos a lo que decimos y cambiará nuestra forma de tratar a las otras personas. En efecto, el mismo Espíritu que nos mueve a tratar a Dios con la debida reverencia y amor, nos enseñará a actuar de la misma manera con las personas, creadas a su imagen y semejanza.
Cuando se hace eficaz el don de temor, el amor –que es el Espíritu Santo mismo– asume las riendas de nuestra vida. Si seguimos sus mociones e impulsos, podremos superar cada vez más nuestras carencias y todo lo que nos impide practicar la virtud. Cuanto más dóciles y sensibles seamos frente al Espíritu Santo, tanto más fácilmente podremos dejarnos mover por Él, quien además nos dará la fuerza para poner en práctica aquello que nos señala.
Así, el Espíritu Santo se convierte en nuestro maestro interior, que nos guía en el camino de la santidad. Habremos emprendido el camino de la sabiduría de Dios, y Él mismo llevará a plenitud su obra en nosotros, siempre y cuando permanezcamos fieles a la senda que Él nos ha mostrado.