Is 49,1-6
Escuchadme, islas; atended, pueblos lejanos: Estaba yo en el vientre, y el Señor me llamó; en las entrañas maternas, y pronunció mi nombre. Hizo de mi boca una espada afilada, me escondió en la sombra de su mano; me hizo flecha bruñida, me guardó en su aljaba y me dijo: “Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso.” Mientras yo pensaba: “En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas”, en realidad mi derecho lo llevaba el Señor, mi salario lo tenía mi Dios. Y ahora habla el Señor, que desde el vientre me formó siervo suyo, para que le trajese a Jacob, para que le reuniese a Israel –tanto me honró el Señor, y mi Dios fue mi fuerza–: “Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob y conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra.”
La Iglesia ha escogido estas palabras del Antiguo Testamento para la Solemnidad del Nacimiento de Juan Bautista, y, efectivamente, son muy acertadas para aplicárselas al “Precursor de la Venida de Cristo”, como lo llaman nuestros hermanos ortodoxos.
Conocemos a Juan Bautista como el gran profeta y hombre ascético, que preparó directamente la llegada del Señor, exhortando al pueblo a la conversión. “Entre los nacidos de mujer, no hay ninguno mayor que Juan” –nos dice Jesús (Lc 7,28), refiriéndose a la misión del Bautista.
Desde esta perspectiva, entendemos la predilección de Juan, quien fue llamado desde el seno materno. Esta “vocación desde el seno materno” nos permite palpar un misterio del actuar de Dios. Juan había sido designado para llevar al pueblo de regreso a Dios, para “restablecer a las tribus de Jacob y convertir a los supervivientes de Israel”.
Si una persona recibe una vocación tan alta, ella no puede evadir tal llamado. Lógicamente no es que Dios obligue a la persona a corresponder a su vocación; sin embargo, la vocación está sobre ella. Haga lo que haga, vaya donde vaya, su vocación –es decir, su más profunda determinación– lo acompañará. Podrá intentar oponerse a ella, rehuir de ella; podrá gastar sus fuerzas “en viento y en nada”; pero la vocación seguirá ahí. Mientras la persona siga otros caminos, siempre habrá en ella un vacío, algo que no se ha cumplido, la impresión de haber desaprovechado algo…
Quizá podamos aplicarlo también a la vocación que tiene todo hombre a nivel general, que consiste en glorificar a su Creador y vivir conforme a Su Voluntad. Sólo cuando lo haga, podrá vivir a plenitud. En este sentido, toda vida humana es una enorme gracia y, al mismo tiempo, una gran responsabilidad…
¡Qué glorioso ministerio se le confió al Bautista; una misión que exigiría toda su vida! Llevar a las personas de regreso a Dios es una tarea muy honorable, porque sólo en la comunión con Dios podrá desplegarse la verdadera vida de cada uno. Pero este retorno a Dios no sólo es importante para la persona en particular y para su salvación eterna; sino que además Dios es glorificado cuando se lo adora en espíritu y en verdad (cf. Jn 4,23b), lo cual sólo sucede a plenitud cuando se tiene la verdadera fe. Lamentablemente, este aspecto suele perderse de vista hoy en día, cuando fácilmente se afirma que cada persona podría ser dichosa en su propia religión. Incluso se llega a la absurda conclusión de que hoy en día bastaría con que el hindú se preocupe por ser mejor hindú; el musulmán, por ser mejor musulmán; el judío, por ser mejor judío, y así sucesivamente. Con respecto a los judíos, se afirma que habría que dejarlos con respeto recorrer sus propios caminos. Se dice que, como Pueblo elegido, tendrían un “camino paralelo” hacia Dios, sin necesidad de conocer a Cristo. ¡Tales opiniones están muy lejos de la verdad del evangelio!
¿Qué diría San Juan Bautista sobre ello?
Yo pienso que le daría la razón a Dietrich von Hildebrand, cuando él escribe que la verdadera fe contiene en sí misma también el infinito valor de la glorificación de Dios, al darnos acceso a la comunión con Él a través de la gracia santificante y todos los sacramentos.
Entonces, es vocación de la Iglesia anunciar el evangelio a todos los pueblos. Y si ya no lo haría, estaría perdiendo su vocación y correría el riesgo de convertirse en una religión meramente humanitaria. Perdería su conexión interior a un profeta como Elías, como Juan el Bautista; perdería su relación con el Señor mismo, y en consecuencia se expondría cada vez más a otros poderes.
Esta auténtica misión de la Iglesia –la de llevar el evangelio sin recortes a todos los pueblos– es también la misión de cada cristiano en particular. Por tanto, hemos de pedirle a Juan Bautista y al Señor mismo que nos ayuden a vivir plenamente nuestra vocación y a arder en amor, para la mayor glorificación de Dios y para la salvación de las almas.